Edición: Acantilado, 2019 (trad. Andrés
Barba)
Páginas: 128
ISBN: 9788417346607
Precio: 14,00 €
La
ópera prima suele contener la semilla de lo que el autor enriquece a lo largo
de su carrera. Este es el caso de Natalia Ginzburg (Palermo,
1916 – Roma, 1991), que debutó en 1942 con El
camino que va a la ciudad, una novela breve que firmó con seudónimo. La
escritura del libro se enmarca en el periodo que pasó en un pueblo de los
Abruzos, donde su marido Leone había sido desterrado por el régimen de
Mussolini. Lejos de la ciudad, del ambiente cultural, preocupada
por la represión hacia los intelectuales antifascistas, asfixiada por la aldea rural, donde el tiempo seguía otro curso, con un esposo que
ya había estado en la cárcel y dos hijos a su cargo. En ese contexto escribió
esta novela, en esas circunstancias se gestó lo que ha terminado siendo un
motivo crucial de su obra: la mujer «atrapada» en el ámbito doméstico, una prisión
que en un lugar remoto se hace más rígida por la dificultad de huir y el
peso de la tradición. Mujeres como Anna, protagonista de la extraordinaria Todos nuestros ayeres
(1952). Su germen está en este librito, menos exuberante, pero un gran debut en
cualquier caso.
Nos
habla Delia, una joven de familia humilde que se encuentra en esa edad en la
que debe escoger un camino, como sus homólogas de Y eso fue lo que pasó (1947) o Las palabras de la noche (1961). Claro que hablar de «escoger», en una chica de
su generación, no es muy exacto. Delia no tiene muchas ganas de trabajar
(y los personajes de Ginzburg lo asumen con desparpajo, como en la obra de
teatro Me casé por alegría, 1965),
aunque no le queda otro remedio. Disfruta, en cambio, de las salidas a la
ciudad, con sus divertimentos. Delia se ve envuelta en un triángulo amoroso
entre el hijo del médico, que le conviene por familia y con quien se lo pasa
bien, y el Nini, un primo huérfano al que adoptaron en casa, que trabaja en la
fábrica y dedica los ratos libres a leer. «La vida comienza
cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla», escribió la autora
en Y eso fue lo que pasó (p. 82), una
frase que también se aplica a estos jóvenes, muchachos soñadores y desdichados, a
la intemperie. El desenlace, esta vez, es más optimista: la felicidad total no
existe, pero Delia se las arregla para salir adelante con tenacidad. El sentido
práctico de la vida como lema frente al abismo.
Más que por el amor, la novela sobresale
por dibujar tres modelos de mujer: la propia Delia, que posee el
ardor y la languidez juveniles de la adulta a medio hacer; su hermana
mayor, Azalea, que se casó muy joven y representa para Delia la infelicidad del
matrimonio, así como su impostura, pues tanto ella como su marido tienen
amantes; por último, Santa (atención al nombre), la prima soltera, miedosa,
sometida a una madre dominante. Delia no quiere ser como Azalea ni Santa, no
idealiza el matrimonio pero tampoco la espera eterna del mismo. La cuestión,
aquí, reside en que las tres mujeres se sienten insatisfechas por un problema
social estructural: la dificultad para tomar las riendas de sus vidas, para ser
independientes (del padre, del marido, de la familia en general). Para elegir
con libertad, tienen que recurrir a la mentira, a verse a escondidas con ese
alguien que su familia no aprueba. O bien renuncian a su voluntad, y permanecen
oprimidas en el hogar, marchitándose como Santa, o bien llevan una doble vida aun
a riesgo de ser descubiertas y humilladas, como Azalea.
Esta novela es asimismo importante dentro de
la producción de la autora porque introduce la noción de camino, crucial en el
conjunto de su narrativa. Se trata de un «camino» en más de un sentido: del
pueblo a la ciudad, con esta última como símbolo de apertura frente a la cerrazón
del pueblo, si bien la ciudad conlleva otros peligros, no es un paraje idílico;
en segundo lugar, el camino de la infancia al mundo de los adultos que
atraviesa la protagonista, que implica un crecimiento, pero igualmente una
ruptura de la protección de la niñez. Esta etapa, que Ginzburg narra con tanta
pericia, resulta apasionante bajo la mirada de la chica que descubre por
primera vez la realidad con ojos de mujer adulta; su voz, no obstante, está
teñida de desencanto, porque la realidad no es tan hermosa como la imaginó. Una
voz, a propósito, ágil, amena, con diálogo abundante y ese estilo «hablado»,
próximo a la oralidad, tan característico de la autora. Por lo demás, la
historia puede tener algunas carencias si la comparamos con sus libros de mayor
alcance (final un poco apresurado, podría desarrollar más la relación entre Delia
y Nini), pero como primera novela es, sin duda, excelente.
Natalia Ginzburg |
Esta edición de Acantilado, además de contar
con una nueva traducción a cargo de Andrés Barba, se complementa con tres
relatos cortos: «Una ausencia», el punto de vista de un hombre al encarar una
jornada sin su pareja al lado; «Una casa en la playa», con un narrador que acompaña a
unos amigos durante sus vacaciones y es testigo involuntario de su crisis
matrimonial; y, por último, «Mi marido», la voz de una joven recién casada, la
protagonista arquetípica de la autora, que relata su periplo desde que contrae
matrimonio hasta que descubre los sinsabores de lo que implica la vida
conyugal. Tres cuentos sutiles y elusivos, que muestran las fisuras de esa cotidianeidad sencilla en apariencia. Literatura próxima
al día a día, a las relaciones entre la gente corriente. Rara vez un libro
contiene tanto en tan poco.
Siempre es un placer leer a Natalia Ginzburg, un
placer inmenso.
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