Edición: Impedimenta, 2018 (trad. Javier
Alfaya y Barbara McShane)
Páginas: 352
ISBN: 9788417115890
Precio: 22,75 €
En
2019 se cumplen cien años del nacimiento (y veinte de la muerte) de una de las
escritoras más importantes del siglo XX: la gran Iris Murdoch (Dublín, 1919 –
Oxford, 1999), novelista y filósofa de origen irlandés, aunque arraigada en
Londres desde temprana edad y con un estilo, de hecho, muy inglés. No
hace falta el pretexto de la conmemoración para acercarse a su obra, ni a la
suya ni a la de ningún autor; pero, si este dato sirve de impulso a algún
lector indeciso, bienvenido sea. Lumen e Impedimenta llevan tiempo apostando
por su narrativa, con recuperaciones de sus títulos emblemáticos –como El príncipe negro (1973), Henry y Cato (1976) y, sobre todo, la galardonada con el Booker El mar,
el mar (1978)– y de inéditos en castellano, como El libro y la hermandad (1987) o el que
Impedimenta ha anunciado para este otoño, Monjas
y soldados (1980). De momento, hablemos de Bajo la red (1954), su primera novela, un debut extraordinario que esboza
algunos motivos recurrentes en su trayectoria.
El
narrador, Jake Donaghue, es un escritor frustrado treintañero que malvive de la
traducción y de la bonhomía de sus allegados. Su vida nunca se ha caracterizado
por la estabilidad, pero su situación se complica aún más cuando regresa a
Londres después de una breve estancia en París: su novia ha empezado a salir
con otro, un chico rico y bien posicionado. Más que la ruptura (anunciada), a
Jake le pesan las consecuencias inmediatas: ella lo echa de casa. A partir de
aquí, Jake deambula por la ciudad, se suceden los encuentros con viejos amigos
y nuevos contactos, hasta que se ve envuelto en un enredo digno de una película
de acción. Entre los personajes, destacan Anna Quentin, su ex, una mujer
taciturna y con talento para el canto que ahora trabaja entre los bastidores de
un teatro; Sadie, la hermana de Anna, más coqueta y vivaracha, de carácter
impredecible; Hugo Belfounder, un hombre con quien trabó amistad en el pasado
pero con quien Jake no se atreve a retomar la relación; Finn, su agente-criado,
un tipo callado y prudente que lo saca de algún que otro apuro; y Dave, su
amigo filósofo, miembro del círculo académico en el que Jake no termina de
encajar.
Destacaría
tres claves de Bajo la red. En primer
lugar, el conflicto existencial de un antihéroe con un perfil que cuenta con
una fecunda tradición literaria: el hombre solitario, leído pero perezoso,
torpe, que busca su sitio sin saber cuál es. A la deriva. Falta de anclaje, en
un lugar físico pero ante todo en una ocupación, una forma de estar en el mundo
(que va más allá del «trabajo» en sí). Vaga por los ambientes bohemios e
ilustrados mientras se va carcomiendo por dentro. En cierto modo, se puede
decir que a Jake le falta «nutrirse» de experiencias significativas, que
lo acerquen a lo terrenal y despejen la niebla pseudointelectual que le nubla la mente. «Significativa» no supone, en este contexto, nada asombroso, sino más
bien lo contrario: reconciliarse con lo pequeño, poner los pies en la tierra,
aprender a valorar los gestos minúsculos. El protagonista toca fondo, aunque no
lo verbaliza; Iris Murdoch utiliza la vía del sarcasmo para dejar entrever la
crisis del diletante.
La
segunda clave se refiere al contraste entre el punto de vista del narrador protagonista y la
realidad objetiva. Dicho de otro
modo: el lector conoce a los personajes a través de la mirada de Jake (que los
define con desenvoltura en unas pinceladas), por lo tanto, se trata de una
percepción parcial, subjetiva y, a
menudo, deliberadamente engañosa, que repercute en todos los ámbitos (amor,
diversión, política, arte). Los secundarios también tienen su opinión sobre
Jake. Este «choque de perspectivas» pone de relieve la limitación del sujeto
para comprender su entorno inmediato, y da lugar a equívocos muy bien
engarzados. Por último, la tercera clave reside en la concepción de la novela
como una cadena de obstáculos-personajes, un tanto picaresca, ya que la trama
está organizada en torno a los desplazamientos del protagonista por Londres (y
un viaje a París), de un personaje a otro, de una zona a otra, de lo alto a lo
bajo. Hay puntos álgidos, emoción, adrenalina, disparates, persecución,
ilegalidades, redención. En la recta final, se cierra el círculo de manera
impecable.
Esta es una muy buena novela, que
denota madurez pese a tratarse de una ópera prima. Su armazón no resulta quizá
tan sofisticado como en obras posteriores, pero desde luego pone el nivel alto. Entre
los rasgos que han marcado la narrativa de la autora, se identifican, por una
parte, la fluidez estilística: Iris Murdoch, «a pesar de» ser, además, filósofa
(y con una carrera académica excepcional), escribe como una novelista de raza,
que atrapa al lector y no lo suelta, sin los problemas de densidad que
arrastran algunos eruditos metidos a narradores. El humor, rozando la parodia,
junto con el pulso ágil de la narración y los diálogos, influye mucho en ello.
Esto no significa que la novela sea «blanda» o busque la comedia trivial;
al contrario: es un ejemplo de envergadura literaria que se ríe de
todo y se ríe muy bien. Corrosiva. A la vez, posee un revestimiento intelectual
bajo su apariencia cómica, que se aprecia en los arquetipos que encarnan los
personajes (de ambientes como el cine, el sindicalismo o la literatura). La construcción de los personajes es (vale
la pena insistir) impecable.
Iris Murdoch |
Un
último apunte. En la actualidad se habla mucho de la escritura de las mujeres,
la especificidad femenina y determinados tabús. Se ha
reivindicado a Lucia Berlin, que hizo de sus vivencias un material literario de
primera: el alcoholismo, sus empleos como enfermera, profesora o limpiadora, el
aborto. Han triunfado autoras como Vivian Gornick, con su exploración de la
relación madre-hija y de la mujer soltera, o Elena Ferrante, con su espléndida narración
de la amistad entre chicas. Pongo estos tres ejemplos porque tienen
concepciones diferentes del hecho literario y sin embargo comparten una cierta
perspectiva de género. Con Iris Murdoch, en cambio, no es así. Ella fue una novelista
que no escribió desde una «identidad de mujer» a conciencia. No solo porque no
abordara asuntos tradicionalmente femeninos (que, a todo esto, solo constituyen
una porción del corpus que han cultivado las escritoras), sino por su
propia voz, deudora de modelos más «masculinos» (como lo fueron un siglo antes las
hermanas Brontë, y tantas otras). Esta observación, en cualquier caso, no suma
ni resta. Lo importante: hay que leer a Iris Murdoch.
No conocía a la autora, pero lo anoto para leerlo. Gracias por tu reseña
ResponderEliminarUn saludo
Pilar
Iris Murdoch es una de las grandes, hasta me da un poco de envidia que no la hayas descubierto aún :). Todo lo que he leído de ella es excelente, literatura en todo su esplendor.
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