Edición: Automática, 2012 (trad. Enrique
Moya Carrión)
Páginas: 304
ISBN: 9788415509004
Precio: 22,00 €
Maksim Gorki, seudónimo de Alekséi Maksímovich Péshkov (1868-1936), fue uno de los
grandes novelistas rusos, exponente del realismo socialista y propuesto en
cinco ocasiones al Premio Nobel de Literatura. Se le conoce sobre todo por títulos
como Los bajos fondos (1902) o La madre (1907), que más tarde se
convirtieron en referentes de la narrativa promovida por la Unión Soviética;
pero en su vasta producción destaca asimismo su trilogía autobiográfica, escrita
en su madurez, ya plenamente consolidado. Se compone de Infancia (1913-14), Por el mundo (1915-16) y Mis
universidades (1923), los tres publicados por la editorial Automática con
traducción de Enrique Moya Carrión. El primero, para muchos una obra maestra,
recorre los escenarios de su niñez, en una aldea del Imperio ruso, un mundo que
para cuando emprendió el proyecto de novelar sus memorias ya había quedado
atrás. Resulta curioso que, en un momento crucial de la historia de su país, con
la agitación previa a la Revolución rusa y la clase obrera cada vez más
politizada, a Gorki le diera por acordarse de su infancia, una infancia dura en
más de un sentido, de la que sin embargo escribe con cariño hacia quienes la
poblaron. Estas son mis raíces y esto es lo que soy, parece decirnos.
En la infancia me imagino a mí mismo como una colmena en la que diferentes personas, personas sencillas, grises algunas, fueron depositando, al igual que hacen las abejas, la miel de sus conocimientos y concepciones de la vida, enriqueciendo generosamente mi alma cada uno con lo que podía. A menudo esta miel era sucia y amarga pero, pese a ello, todo conocimiento debe ser considerado como miel.
La
muerte del padre: ese es el primer recuerdo del pequeño Alekséi, el narrador de
esta historia. No solo supone una pérdida afectiva: también implica una pérdida
del modelo en el que el niño se fija a lo largo de su desarrollo. A partir de
aquí, tendrá que buscar otros espejos en los que mirarse, en los personajes más
variopintos que se cruzan por su camino. La madre, tras quedarse viuda, deja al
niño con los abuelos, un matrimonio empobrecido. La abuela, uno de los
personajes más memorables del libro, es una mujer atenta y afable, que soporta
el dolor en silencio (tiene la naturaleza curtida de las gentes del campo, está
acostumbrada a contenerse, a ser el pilar que mantiene a la familia en pie) y
le cuenta relatos del folclore ruso, la fascinante tradición oral transmitida
de generación en generación. El abuelo, por su parte, vive resentido desde que
perdió sus posesiones, no asimila su condición humilde y reacciona con
agresividad hacia sus allegados, aunque aun así en ocasiones tiene gestos de
ternura hacia el muchacho. La madre se ausenta durante años; cuando regresa,
junto a otro hombre, dispuesta a empezar de nuevo, las cosas no son fáciles
para Alekséi.
Mucho tiempo después comprendí que a las personas rusas, a causa de la miseria y la pobreza en que se desarrolla su vida, la desgracia les sirve de entretenimiento, la toman como un juego, igual que si fuesen niños, y rara vez se avergüenzan de ser infelices.
En las infinitas jornadas de trabajo, una desgracia es una fiesta y un incendio, una distracción; sobre sus rostros vacuos un arañazo es un adorno…
El
protagonista crece en un entorno rural marcado por la pobreza y la degradación.
Es testigo desde temprana edad de la violencia en el hogar (del abuelo a la
abuela y a sus hijos, de sus tíos entre ellos, de amos a siervos, etcétera). Él
también recibe el azote en más de una ocasión. La reacción del niño ante los
arrebatos del anciano evoluciona con el paso del tiempo, pasa de la resignación
a no poder consentir más las agresiones a su abuela. El punto de vista de
Alekséi, una mirada limpia que poco a poco pierde su inocencia, desnuda sin
hacer ruido los tabús de la Rusia zarista, los secretos turbios de una familia,
aquello que todos saben y todos callan, porque se han habituado a ello y hacen
falta los ojos no contaminados de un niño para detectar la patología latente en
la institución familiar y en la jerarquía social. Él mismo, como muchacho huérfano, adopta la identidad de un individuo marginado, y tal vez eso acentúa su empatía por
los desarraigados, los pícaros, los que también están heridos por la vida.
Fue por aquel tiempo cuando, como si me hubiesen desollado el corazón, comenzó a desarrollarse en mí una solícita preocupación por el género humano, la cual habría de mostrarse especialmente sensible ante toda clase de vejación y dolor, propio y ajeno.
En
relación con esto último, otro aspecto importante de Infancia son los personajes pintorescos que se cruzan con Alekséi y
le influyen como lo haría un mentor (hay un fragmento precioso en el que el
narrador se compara con una colmena y a los demás, con las abejas que le dejan su esencia,
su fruto; una metáfora bellísima de cómo una persona construye su identidad
como una esponja, absorbiendo las influencias ajenas, dispares y no siempre ejemplares, de quienes la rodean). El
joven mozo que le ayuda a evitar palizas, sus peculiares tíos, algún hombre
errabundo de dudosa reputación... Muchos no son bien recibidos por sus abuelos,
pero de todos aprende algo. El propio Gorki, en su juventud, recorrió el país y
se mezcló con todo tipo de gente, desempeñó muchos trabajos sin que se le
cayeran los anillos. Esta obra, al tener la perspectiva de un autor maduro
que recuerda su pasado, bebe de esa experiencia, ese conocimiento de la
vida: que lo importante casi nunca se aprende en la escuela, sino en el
contacto con la realidad, con lo mejor y lo peor del ser humano, sin prejuicios.
Al evocar estas enojosas abominaciones de la salvaje vida rusa, por momentos me pregunto: ¿de verdad vale la pena hablar de esto? Y, con renovado convencimiento, me respondo: vale la pena. Pues es la pura verdad y, por vil que sea, no ha llegado a desaparecer ni en nuestros días. Es una verdad de la que es necesario conocer sus raíces para lograr arrancarlas de nuestra memoria, del alma humana, de toda nuestra vida, pesada y vergonzosa.
Y existe otra razón más positiva que me impele a presentar estas abominaciones. Aunque son asquerosas, aunque nos oprimen, aplastando a multitud de almas hermosas hasta asfixiarlas, el hombre ruso, no obstante, es aún lo suficientemente sano y joven de espíritu como para superarlas y, de hecho, las superará.
Maksim Gorki |
Gorki
no lamenta las carencias ni celebra su universo infantil con la nostalgia del adulto; se limita a aceptar su existencia tal como fue, sin
quejarse, sin recrearse en la tortura, intentando vislumbrar (y lográndolo) atisbos de
esperanza hasta en las circunstancias más dramáticas, pero sin edulcorarlos. Infancia, en suma, es una
reconstrucción hermosa de la niñez. Hermosa porque, aun con las dificultades, o quizá gracias a ellas, el autor utiliza sus recuerdos para
construir un libro inspirador, de aprendizaje, de un niño que descubre
el mundo a hurtadillas, un niño que no lo entiende todo pero atiende sin perder
detalle. Gorki lo hace bonito por su estilo sencillo, cercano a la oralidad, que mantiene la viveza de esa Rusia de antaño. A propósito, la
novela también indaga en el comienzo de su vocación: su descubrimiento de la
lectura y (no menos relevante) los relatos de la abuela, los poemas
transmitidos boca a boca; todo son historias, todo es literatura. El sustrato
de la oralidad resulta fundamental en la obra de Gorki, un escritor de estirpe
realista que aquí deslumbra por su mirada lúcida y sus extraordinarias dotes
para la narración.
Fragmentos
en cursiva de las páginas 164, 217, 42 y 276.
Son unas memorias preciosas. Las leí en mi adolescencia y siempre las he recordado.
ResponderEliminarA mí me han pillado más mayorcita, pero también me han encantado. Es un libro muy bonito.
EliminarMe ha encantado,conmovedora. Desde el minuto uno me despiertas sentimientos.Una historia dura pero llena de sabias palabras,Amor,maltrato, dolor ,envidia,odio, supervivencia
ResponderEliminar