Edición:
Periférica,
2017 (trad. Ángeles de los Santos)
Páginas:
168
ISBN: 9788416291472
Precio:
16,00 €
La
escritora inglesa Edith Olivier (1872-1948) publicó su primera novela, Querida niña, en 1927. La autora, que
procedía de una familia de origen hugonote muy conservadora y se dedicó a las
actividades sociales y políticas, comenzó a escribir después de la muerte prematura
de su hermana, en 1923. También por entonces se convirtió en una asidua del
círculo intelectual de Wiltshire, su tierra natal y donde pasó toda su vida. Su debut, una fábula oscura sobre la soledad, obtuvo un gran reconocimiento.
Siguiendo la estela de los cuentos de fantasmas de Henry James, se sirve de lo
paranormal para desentrañar las capas más incómodas del encaje del ser humano
en la sociedad. El elemento ilusorio no es trivial, sino que representa la
patología silenciada, la represión. Este título tiene bastante en común con Lolly Willowes (1926),
de su coetánea Sylvia Townsend Warner, y anticipa a narradoras como Marghanita Laski o Barbara Comyns.
Agatha, una mujer treintañera, acaba de perder a su madre. Las dos han vivido solas en su
caserón, con la única compañía (distante) del servicio. Agatha, tímida,
apenas habla con la familia que acude al entierro. Cuando regresa a casa, se sume en «una soledad que no se podía romper, porque
significaba que ella, simplemente, no tenía capacidad para relacionarse con sus
semejantes» (p. 5). No tiene amigos, no se recrea en sociedad. Entonces se
acuerda de la amiga imaginaria que la acompañó durante su niñez, Clarissa. A
los catorce años, la obligaron a olvidarse de esos juegos y «borró» a Clarissa,
pero ahora, sin su madre, la muchacha vuelve, primero a sus pensamientos y
luego de manera mucho más real. Porque Agatha charla con ella, juega con ella,
como antes. O no exactamente como antes: se da la particularidad de que
Clarissa no ha crecido, sigue siendo la niña que inventó Agatha, por lo que la
relación ya no se desarrolla entre iguales y la mujer adulta adopta un rol más protector, maternal. Con el tiempo, también los demás verán a Clarissa, que se
convertirá en una más del hogar.
Al
saltar de la imaginación a la realidad, Clarissa arrastra a Agatha con ella:
aunque en un principio se mantienen recluidas, disfrutando de su compañía
mutua, pronto la niña (y después adolescente) siente deseos de divertirse con
otros niños, salir, viajar por el mundo. Agatha, en su papel de madre,
accede, y esto la beneficia, porque ella misma se empieza a relacionar más
(«Agatha era el único juguete de Clarissa, y ella el de Agatha», p. 42). Es
interesante examinar el simbolismo de Clarissa: la amiga / hija imaginaria
representa todo lo que Agatha, por las razones que fueran (la educación
demasiado autoritaria, su propia naturaleza retraída, una familia pequeña), no
tuvo. Ella renunció forzosamente a Clarissa a los catorce años, la edad del
despertar juvenil; justo a esa edad Agatha debería haber comenzado a romper el cordón
umbilical, a rebelarse al control tiránico familiar y emprender su propio
camino. No lo hizo; sin su compañera de travesuras, se dejó anular. Como
consecuencia, Agatha no disfrutó de los placeres de la juventud. Todo eso lo
«vive» ahora, a sus treinta y tantos, a través de las experiencias de Clarissa,
porque da a la niña la libertad que ella no tuvo.
Sin
embargo, el idilio no dura para siempre. Con la entrada en la adolescencia,
Clarissa se vuelve ingobernable incluso para su creadora; no se reprime, quiere
hacer todo lo que Agatha no pudo. Esto acabará siendo un problema:
Clarissa, una imaginación de Agatha, desarrolla sueños que no se
corresponden con los de su creadora. Sus salidas juveniles la alejan de su
madre. Si Clarissa nació por el vínculo imaginario con Agatha, ¿podría
desaparecer si esa unión se rompe? Por supuesto, Agatha lo quiere impedir a
toda costa, pero a la vez sabe que no puede retener a la joven… porque sería lo
mismo que hicieron con ella. He aquí una alegoría brillante de los miedos de la
madre cuando sus hijos se hacen mayores y teme dejarlos marchar, teme que les
hagan daño, y al mismo tiempo es consciente de que sobreprotegerlos tampoco les
hará ningún bien. O se pierde el miedo a vivir, o se encierra en una jaula más
mental que física.
La
novela explora la soledad de una mujer que posee los recursos suficientes para
llevar una existencia tranquila, rica en contactos, pero no obstante permanece
sola, quieta, con el tiempo detenido a su alrededor, porque no quiere, o no
puede, o no conoce otra cosa que la vida en ese caserón. El recurso de la
imaginación se erige como una huida de esa soledad, una rebeldía íntima y
minúscula a la opresión a que fue sometida en la infancia («Los demás niños
esperaban demasiado de ella: espíritu de competición, habilidad para golpear
una pelota o participar en una carrera. Siempre habían hecho que se sintiera
inferior, excluida.», p. 53). Esta situación tiene un fondo negro, por lo
patético (triste, doloroso, cruel) de necesitar escapar a través de la mente,
de realizarse en un mundo hecho a su medida por su propia incapacidad de
integrarse en el de verdad, donde lo inesperado y el peligro acechan («del
mismo modo que otras mujeres encontraban su esparcimiento en la vida social o
en la lectura de novelas o en el cotilleo, ella […] encontraba su solaz en esta
creación de su propia fantasía», p. 19). No solo se trata de soledad, pues:
esta es una novela sobre el miedo –el auténtico trauma de Agatha–, el miedo a
romper su monotonía, el miedo a lo desconocido. No ha aprendido a vivir sin
temores y se esconde en una realidad paralela. Una mujer con posibles también
puede ser una gran solitaria, una marginada de la sociedad.
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Edith Olivier |
Incluso se puede ir más allá e interpretarla como metáfora de la dependencia emocional: Agatha siempre ha dependido de los demás para todo (su madre, la fantasía, Clarissa; y el servicio, para las cuestiones prácticas). No logra valerse por sí misma; su adolescencia traumática la ha convertido de por vida en una mujer inmadura, frágil, una inepta social. Es evidente que Edith Olivier tiene la capacidad de expresar mucho con muy poco; esta nouvelle es un ejemplo extraordinario de cómo reducir la narración a lo esencial para contar una historia redonda, con muchas capas bajo su aparente simplicidad de cuento de hadas (guiños a La Cenicienta incluidos, en la escena en que Clarissa quiere ir al baile pero su «madrastra» Agatha no se lo permite). Se trata, además, de un ejercicio de contención magistral, el despliegue de un estilo sutil, elegante y pulcro, que fluye sin interferencias. Una pequeña obra maestra.
Otro libro que me descubres y que no me sonaba de nada. Tomo buena nota.
ResponderEliminarBesotes!!
Es un libro modesto, pero muy hermoso. Me encantó.
EliminarTiene una pinta estupenda!!! Besos
ResponderEliminarY es estupendo, ciertamente :).
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