17 diciembre 2018

La casa de los nombres - Colm Tóibín

Edición: Lumen, 2017 (trad. Antonia Martín Martín)
Páginas: 288
ISBN: 9788426404626
Precio: 20,90 € (e-book: 9,99 €)

En La casa de los nombres (2017), su novela más reciente, Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955) narra su versión particular de la Orestíada de Esquilo. Particular, porque toma como punto de partida los acontecimientos iniciales de la obra (el sacrificio de Ifigenia a manos de su padre, Agamenón, el regreso de este de la Guerra de Troya, la venganza de su esposa…), pero, tal como explica él mismo en la nota final, incorpora episodios y personajes de su cosecha; una reinterpretación libre, en suma. No es la primera vez que el autor hace suyo un clásico: El testamento de María (2012), que se adaptó al teatro, da voz a una lúcida María de Nazaret, mientras que The Master (2004), uno de sus títulos más celebrados, evoca la madurez de Henry James. Colm Tóibín, que no en vano está considerado uno de los mejores escritores contemporáneos, se desenvuelve tan bien en los títulos mencionados como en los que recrean su Irlanda natal, y que quizá constituyen su «marca», como Brooklyn (2009) o Nora Webster (2014). Novelista versátil, sí, aunque, en sus propias palabras, «lo único que cambia es el decorado», porque ante todo le interesan los afectos. También en La casa de los nombres.
Me he familiarizado con el olor de la muerte. El olor nauseabundo y dulzón que se coló con el viento en las estancias de este palacio. Ahora me resulta fácil sentirme serena y contenta. Paso la mañana contemplando el cielo y la luz cambiante. El trino de los pájaros se eleva a medida que el mundo se llena de sus propios placeres, y más tarde, al declinar el día, el sonido declina con él y se apaga. Observo cómo se alargan las sombras. Es mucho lo que se ha esfumado, pero el olor de la muerte permanece. Tal vez haya entrado en mi cuerpo y este lo haya acogido como a un viejo amigo de visita. El olor del miedo y del pánico. El olor está aquí igual que el mismísimo aire; retorna igual que retorna la luz de la mañana. Es mi compañero constante; ha dado vida a mis ojos: ojos que se empañaron con la espera y que ya no están empañados, ojos que ahora refulgen de vida.
Muerte, destrucción, supervivencia, sensualidad. Pensar en la Orestíada es pensar en gestas, en intensidad, en un declive implacable. Así es, solo que, en manos de Tóibín, lo íntimo se revela esencial. Emplea múltiples puntos de vista, que va alternando: la primera persona de Clitemnestra y Electra, mujeres a quienes da esa voz tantas veces silenciada; y el narrador omnisciente para Orestes, el verdadero protagonista, un antihéroe que actúa más por influencia de los otros que por él mismo. Para empezar, tiene la palabra Clitemnestra, hundida y enfurecida por la muerte de su hija Ifigenia, sacrificada a los dioses por su progenitor con el fin de ganar la guerra. Agamenón engañó a ambas para conducirlas a la trampa; ahora, Clitemnestra, ya en palacio, prepara su venganza para cuando vuelva («Sí, en casa. Ahí es donde llegó el león. Yo sabía qué hacer con el león una vez que ya estaba en casa», p. 14). Por ahí andan sus hijos menores, una adolescente Electra y el pequeño Orestes, pero la madre solo piensa en su objetivo. La ayuda de su amante, Egisto, será clave.
Tóibín acierta al comenzar la narración con Clitemnestra, una voz subyugante con un inicio memorable («Me he familiarizado con el olor de la muerte», p. 11). Era necesario conocerla enseguida a través de su propia perspectiva para entenderla, para entender su dolor y su rabia, puesto que a ojos de los demás aparece como un personaje cruel y sin escrúpulos; el desplazamiento del punto de vista dota de matices a todos e invita a preguntarse cuánto hay de veraz en sus miradas. Clitemnestra, además, encarna a la madre, ese rol que tan bien se le da al autor en novelas como El testamento de María o Nora Webster. Una mujer de la Antigua Grecia, esposa y amante, víctima y verdugo, pero ante todo madre, madre de una hija a la que han matado. Al igual que la María de Nazaret desconfiada de las pretensiones de su hijo, Clitemnestra despoja su realidad de la intervención divina: «Vivo sola con la estremecedora certeza solitaria de que el tiempo de los dioses ha pasado» (p. 14). Mientras justifican el sacrificio porque el mandato llegó de arriba, ella se vuelve escéptica, casi se podría decir «racional». No compra esos mensajes de grandeza; solo piensa en la pérdida.
Por un instante pensé que eso mismo hacían los dioses con nosotros: nos distraían con simulacros de conflictos, con el grito de la vida; también nos distraían con imágenes de armonía, de belleza y de amor mientras observaban con actitud distante, desapasionados, a la espera del momento en que terminaran, en que se instalara el agotamiento. Se mantenían apartados, igual que nosotras nos manteníamos a distancia. Y cuando todo acababa se encogían de hombros. Habían perdido el interés.
Después de ese brillante comienzo, Orestes toma el relevo. Su peripecia empieza con el rapto que lo conduce a un lugar donde retienen a los niños. Más tarde, se escapa junto a dos amigos, el valeroso Leandro y el enfermizo Mitros, y emprenden el regreso cual Ulises; el título de la novela alude a la casa donde se esconden durante una larga temporada. En la aventura de Orestes también hay asesinatos y lucha por el poder; a Tóibín, no obstante, le interesa más su coming-of-age, cómo el niño que jugaba con la espada con los soldados se convierte en un hombre lejos de su hogar, sin privilegios, en un contexto de vida al límite, con la única compañía de sus colegas y una anciana. Se contrapone este tramo (ocultos, pero tranquilos, satisfechos en cierto grado) con el que vendrá luego, de vuelta en la ciudad. En teoría, la civilización, la compañía de la familia, tendría que ser sinónimo de apego, de bienestar; en esta novela, sin embargo, el regreso conlleva inquietud, ponzoña, tortura, odio. Se da la paradoja de que Orestes era más feliz en su retiro, pese a las carencias, que en la vida en comunidad. La sociedad, y en concreto su poderosa familia, resultan tóxicas, devastadoras.
En el refugio, sin chicas a su alrededor, los únicos referentes del Oreste adolescente son sus amigos y la anciana. Esa especie de fraternidad masculina estrecha los lazos afectivos; y la homosexualidad, en el mundo clásico, se plantea de forma más abierta, que no aceptada, que en otras culturas. Tóibín aborda esta cuestión en casi todas sus novelas, no como el asunto principal, sino como algo que está ahí, que fluye con los personajes. En este caso, se potencia por el aislamiento, por la libertad que da vivir lejos del hogar, si bien por la noche, en el palacio, no son pocos los que se dejan llevar por la pasión. Esos acercamientos conforman la educación sentimental de Orestes; más tarde, a su regreso, chocarán con el motor social por excelencia: el poder. Porque no es lo mismo ser amantes en un lugar apartado, donde ambos son iguales, donde nadie les importuna, que en una sociedad que les otorga roles y obligaciones. Salvando las distancias, podría ser una situación comparable a salir de un internado, del entorno masculino adolescente, a entrar en el mundo de los adultos y el trabajo.
–Vivimos una época extraña –dijo un día–. Una época en que los dioses se desvanecen. Algunos seguimos viéndolos, aunque hay momentos en que no los vemos. Su poder decae. Pronto el mundo será distinto. Se regirá por la luz del día. Será un mundo que apenas valdrá la pena habitar. Deberías considerarte afortunado por haber estado en contacto con el viejo mundo, por haber sentido el roce de sus alas en aquella casa.
Como El testamento de María, lo que caracteriza este retelling es la «humanización» de sus protagonistas, en el sentido de restar heroicidad. La vulnerabilidad de Orestes al perder a su padre, sus dudas con Leandro, la sensación de ser una marioneta en manos de los demás. Clitemnestra, convertida en monstruo por las circunstancias, una madre descompuesta y una amante desencantada. Electra, primero una joven a la sombra de su hermana mayor, luego una mujer que trama entre bambalinas, hecha a sí misma después de la hecatombe familiar. Se derrama sangre, se conspira, pero nada importa más que lo íntimo, el dolor, la desdicha, sentimientos inevitables en una familia corrompida. Personajes, a propósito, magníficos: no son los mismos al principio que al final, maduran, se echan a perder, sobreviven como pueden. Todos con sus sombras, todos con las manos manchadas. La vida en este palacio está llena de secretos sucios.
Colm Tóibín
La casa de los nombres está a la altura de Colm Tóibín, que demuestra una vez más el gran prosista que es, un maestro de la narración sosegada, de los personajes que se muestran poco a poco. Con un estilo esmerado, sutil; nunca artificioso. Un narrador que aborda grandes temas (desde la maternidad al viaje iniciático, pasando por la homosexualidad, la pérdida y la corrupción moral) con hondura y delicadeza, deslizándose con suavidad por ellos. Esta tragedia griega convence tanto como sus costumbristas Brooklyn o Nora Webster, convence incluso más que algunos retellings más «fieles» al original. Tiene su sello, ha sabido adaptarlo a su concepción del hecho literario, lo ha despojado de su mitología divina (o al menos la ha rebajado) y ha aproximado su pensamiento a la racionalidad contemporánea. Tal como él advierte, no se trata tanto del escenario como del fondo, de la verdad literaria que trasciende; y la de este libro interpela, sin duda, al lector.
Citas en cursiva de las páginas 11, 31 y 216.

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