Edición:
Lumen, 2012 (trad. Miguel Temprano García)
Páginas:
256
ISBN:
9788426419613
Precio:
19,90 € (e-book: 12,99 €)
El arte de las pruebas, como cualquier otro tipo de arte, es, sencillamente, una cuestión de elección. Si uno sabe qué añadir y qué quitar se puede demostrar cualquier cosa de manera convincente. Pág. 150.
Qué
ingeniosa puede llegar a ser una novela policíaca. Sí, ingeniosa; y no solo
adictiva, trepidante, intrigante, apasionante y toda esa retahíla de adjetivos
referidos al «gancho» que tan a menudo se le asignan. Esto es lo que pensé
cuando terminé El caso de los bombones
envenenados (1929; Lumen, 2012), una de las obras más destacadas del
británico Anthony Berkeley (1893-1971), maestro
del género de misterio del siglo XX junto con escritores como G. K. Chesterton, Agatha Christie y Dorothy L. Sayers, que escribieron principalmente
durante el periodo de entreguerras. Este libro corresponde a un ciclo
protagonizado por el detective Roger Sheringham, un hombre astuto y con madera
de líder, que se dedica a investigar crímenes
de la alta sociedad inglesa, un ambiente tranquilo y elegante, alejado de la acción «oscura»
más propia de la corriente de novela negra estadounidense; pero, como es
habitual en las series de suspense, se puede leer sin necesidad de conocer los
volúmenes anteriores, puesto que cada publicación desarrolla un caso distinto. En
castellano también están disponibles El
misterio de Layton Court (1925; Lumen, 2010) y El crimen de las medias de seda (1928; Lumen, 2011).
El
gran atractivo de El caso de los bombones
envenenados reside en el hecho de plantear una investigación por asesinato
que se mueve en un círculo cerrado
en lo que se refiere a las pruebas (whodunit,
como lo llaman en inglés). El punto de partida es simple en apariencia: una
mujer muere por envenenamiento después de comer unos dulces. Las pistas,
escasas, se limitan al envoltorio de los bombones, la carta adjunta y la
información pertinente sobre el día, la hora y el lugar en el que se
recibieron. Con estos datos, los seis detectives
aficionados del Círculo del Crimen de Londres, con Sheringham a la cabeza,
se reúnen durante una semana para analizar lo ocurrido. Cada uno prepara una
versión y la discute con sus colegas hasta llegar a un acuerdo.
La
concepción de la trama no es lineal —es decir, no hay un protagonista que
investiga y obtiene información nueva
de forma progresiva para comprender el caso—, sino más bien cíclica, se vuelve
una y otra vez al inicio: los seis miembros del grupo parten de las mismas
pruebas y, más que a ampliarlas (aunque algo de investigación hay), se dedican
a encajarlas entre ellas, a darles sentido, para ofrecer una hipótesis
plausible de los acontecimientos. Como era de esperar, cada uno propone una interpretación diferente; y en esto su
amateurismo resulta fundamental, porque evita que se centren en exclusiva en
los mecanismos de la criminología. En las múltiples resoluciones planteadas
influyen el carácter del detective, su
relación con los implicados en el suceso y el método utilizado (inductivo,
deductivo, comparación con casos parecidos, etc.).
Por
lo tanto, se trata de una novela
estática: los personajes se reúnen y, sentados a la mesa, exponen sus
versiones y responden a las objeciones de sus compañeros. Esta parte de
discusión, de plantear preguntas que ponen a prueba la veracidad de cada
hipótesis, es importante y deliciosamente divertida por el humor inglés que derrochan sus intervenciones. No hay que quedarse solo
con lo que cuentan, sino con la personalidad que dejan entrever por sus
comportamientos y por lo que callan (Sheringham como modelo de detective
clásico, el abogado pagado de sí mismo, la escritora inteligente y seductora,
la directora de teatro discreta, el hombre sencillo que parece no encajar ahí,
etc.). El autor se muestra muy hábil para dejar caer con sutileza unos rasgos
que, a la larga, devienen fundamentales para entender la trama.
Anthony Berkeley |
En
definitiva, ningún amante del misterio debería perderse este clásico del
género. El interés no está en la acción, ni siquiera en la intriga (la hay,
pero, a estas alturas, después de consumir tantos productos culturales de
suspense —libros, películas, series—, resulta difícil que algo parezca cien por
cien imprevisible); Berkeley sobresale por su agudeza, por plantear un
rompecabezas en el que la gracia está en la demostración de que las piezas
pueden encajar de muchas maneras. Porque, ya lo he dicho, la novela policíaca no
es solo algo que atrapa: también puede ser un
auténtico juego de ingenio para el lector. El caso de los bombones envenenados parodia los trucos habituales y
cuestiona esa tendencia a aceptar las averiguaciones del protagonista como si
no hubiera alternativa. Y, por si fuera poco, lo hace con mucha gracia. ¿Qué
más se puede pedir?