Edición: Periférica, 2019 (trad. Natalia
Zarco)
Páginas: 288
ISBN: 9788416291861
Precio: 19,00 €
Una mujer de mediana edad regresa a su tierra natal,
una localidad del Piamonte. La mujer se llama Lalla Romano (Demonte, 1906 –
Milán, 2001); es una intelectual, pintora, profesora, escritora; pero en este
libro nada de eso importa, porque el interés se halla en el pasado, en su niñez
y en un tiempo más recóndito aún, cuando sus padres fueron jóvenes. Esta mujer
pasea por las calles del pueblo, se reencuentra con algunos vecinos, entra en
la vieja casa que habitó junto a su familia. Han cambiado tantas cosas, y sin
embargo para ella este lugar permanece intacto, como congelado en su recuerdo. La penumbra que hemos atravesado (1964),
inédita hasta ahora en castellano, es una muestra de la narrativa singular de
la autora, a caballo entre la novela y el libro de memorias, profundamente intimista, en
la estela del Léxico familiar (1963)
de Natalia Ginzburg y de la obra de Cesare Pavese. Ellos, a propósito,
fueron sus «padrinos» literarios: recomendaron la publicación de su primera
novela, en 1953; si bien el reconocimiento del gran público no le llegó hasta
este título, su cuarta novela. Con la siguiente, Suaves caen las palabras (1969; Libros del Asteroide, 2005), en la
que aborda la relación con su hijo a lo largo de las décadas, ganó el
prestigioso Premio Strega.
Romano, de familia burguesa, rememora
las costumbres de principios del siglo XX en uno de esos pueblos donde todos se
conocen. En la primera parte, esboza un retrato de interiores,
examina su naturaleza de niña tímida, huidiza, con dificultades para relacionarse. El hecho de crecer en un entorno proclive a la comunicación, en una
sociedad acogedora, cálida, chocaba con este carácter huraño; unos
miedos que describe a la perfección en estas páginas. Narra asimismo su
descubrimiento de la montaña, las flores, su particular sentido de la belleza.
En la casa, el padre aparece como el pilar, un hombre respetado por los
vecinos, que desde la mirada infantil de Romano alcanza una categoría aún más elevada. La
madre, por su lado, emerge como una mujer elegante que evita los espacios llenos de gente;
un temperamento firme, seguro, que solo se abrió en sus últimos días.
Está también la criada, Ciota, que llevaba de la mano a la niña mientras le enseñaba
a moverse por el mundo. Y, por supuesto, la hermanita: algunos de los recuerdos
más vívidos refieren el momento en el que la narradora dejó de ser hija única,
los celos, la rabia, la conciencia de poseer sentimientos turbios («Fue con la
llegada de la hermanita cuando descubrí que yo podía ser malvada», p. 31).
En la segunda parte, explora los
alrededores del hogar, como si se situara a sí misma (la Lalla niña) ante el
microcosmos que constituyó su infancia. Los recuerdos del colegio, las
maestras, la omnipresencia de la religión en la educación de las
muchachas. El capítulo dedicado a los pequeños comercios: de pequeña sintió
curiosidad por los diferentes oficios, unos hallazgos que se relacionan con la
toma de conciencia de la posición que ocupaba su familia (y el padre en concreto) en la comunidad. No faltan tampoco los vecinos peculiares, los
discapacitados, los raros, que observaba con atención. O los ratos de ocio, los
juegos, los veranos. Si en la primera parte escarba en sí misma y sus
allegados, las luces y (sobre todo) las zonas de sombra de lo doméstico, en
esta segunda sale al exterior y pone las cosas en perspectiva, las dota de
contexto. De algún modo, ambas partes conforman el proceso de construcción de
identidad de la protagonista, se complementan: por un lado, el hogar, los
padres, la hermanita; por otro, la escuela, la iglesia, el mercado, las amigas.
Ella es el nexo que los une; y, aunque en estas memorias parece mirar más a los
otros que a sí misma, es de su subjetividad que se hilvana el relato, es de las
imágenes de su memoria que trenza una historia.
Lalla Romano |
La autora logra el
equilibrio entre evocación, meditación y búsqueda personal, sin caer en la
autocomplacencia. En su punto de vista, el de una escritora que ha cumplido ya
los cincuenta, se percibe la sabiduría de la edad, en forma de contención,
pulcritud, sosiego, una narración sin prisa, sugerente, que invita a disfrutar
de la lectura con calma. Este libro es un regalo para el lector que quiera
asomarse a las costumbres de antaño, por la fuerza que reviste su memoria, sus
imágenes del Piamonte. Uno tiene la tentación de definir el libro como
«honesto» –uno de esos calificativos incómodos para la crítica literaria–, no
porque sea fiel a la realidad (poco importa, en cualquier caso: la memoria
resulta de la conjunción entre lo que ocurrió y la fotografía única que cada
uno ha fijado de ello en la mente), sino por la «veracidad» (otra palabra
incómoda, y sin embargo en ella se condensa todo) que se desprende de la voz de
Lalla Romano, de la serenidad de estas remembranzas, la perspicacia psicológica
al reflexionar sobre la timidez y la interacción social, sobre el poso que
cada personaje dejó en ella. Es una lástima que se haya tardado tanto en
traducir esta obra al castellano, pero quedémonos con el lado positivo: al
menos podemos disfrutarla ahora.
Pues sí, al menos ya podemos disfrutarla. Apuntadísima me la llevo, que tampoco la conocía. Cuánto aprendo en tu blog!
ResponderEliminarBesotes!!!
Es un libro precioso, Margari. Periférica rescata a autores que merecen mucho la pena.
EliminarNo conocía el libro. Me lo apunto según la reseña tiene que estar muy bien.
ResponderEliminarUn saludo
Pilar Santamaría
Se ha publicado hace poco y es de una autora poco conocida por aquí. Ojalá llegue a muchos lectores.
Eliminarhola, después de un largo periodo de incapacidad de prestar atención y concentración en la lectura vuelvo a reiniciarme en ella.Gracias a tus consejos y recomendaciones voy a empezar con Howards End que tiene muy buena pinta y la literatura inglesa me encanta. Muchas gracias
ResponderEliminarHola, Marta. Me alegra mucho que retomes la lectura. Espero que disfrutes de "Howards End"; para mí fue un gran placer desde la primera página.
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