Edición:
Errata naturae, 2016 (trad. y prólogo de Ibon Zubiaur)
Páginas:
680
ISBN:
9788416544196
Precio:
27,50 €
Brigitte Reimann, una
escritora por descubrir
La
reciente publicación de esta novela colosal (en todos los sentidos) es un
acontecimiento literario. No, no me estoy dejando llevar por el
entusiasmo: Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín Este, 1973) fue una escritora
brillante e innovadora que todavía no ha sido descubierta con la debida
atención por estas latitudes. Sí, lo sé: estáis cansados de este cuento, no
todas las recuperaciones que se nos venden como necesarias merecen tal
calificativo. No obstante, ella sí. Con creces. En su caso, le pesa el hecho de
ser alemana, en concreto, de la República Democrática de Alemania. En un
mercado atiborrado de novedades frescas de los países anglosajones y
francófonos, leer a una autora de la extinta Alemania Oriental (oh, qué lejano
queda todo) es una decisión insólita. Además, aparte del idioma y la
nacionalidad, le pesa el hecho de ser una novelista exigente, y temo que al
usar esta palabra algún lector huya despavorido, pero así es: no pone las cosas
fáciles, y en este libro despliega un arsenal de recursos para construir una obra compleja, rica, inteligente.
En suma, extraordinaria.
¿Y
quién fue Brigitte Reimann? Ah, su vida sí es de las que llaman la atención,
por lo apasionado y por lo trágico. De familia burguesa, tras terminar el
bachillerato trabajó como profesora, librera y periodista. Publicó su primer
libro con apenas veinte años, y a partir de ahí se volcó en la escritura. Vivió
intensamente, se casó cuatro veces y llegó a impartir talleres en una mina de
carbón para participar en la comunidad obrera, tal como dictaba el socialismo. Por
su espíritu crítico, mantuvo un tira y afloja con el partido: «Tengo la impresión de que mi relación con el partido
es, por momentos, la de un adolescente con un padre estricto contra el que se
vive en permanente rebeldía […], una le hace jugarretas para sacarle la lengua
a sus espaldas y a la vez espera todo el tiempo que le dé una palmadita amable
en el cogote por el trabajo bien hecho y le diga: eso lo has hecho bien…», dice
en su correspondencia. Reimann murió de cáncer a los treinta y
nueve años: las últimas líneas de Franziska
Linkerhand las escribió en el hospital, y en algunos pasajes se percibe su
conciencia de la finitud de la existencia. En los años noventa, su obra fue
recuperada en Alemania, vieron la luz sus cartas y diarios, que, junto con la
mencionada novela, se consideran su legado más importante. Todo lo que escribió
lleva su sello personalísimo, que rompió con la nueva objetividad imperante e introdujo elementos autobiográficos y una
mayor plasticidad estilística.
Aun
con estas inconveniencias (comerciales, solo comerciales), ha habido editores
valientes que en los últimos años se han atrevido a publicarla en castellano,
siempre de la mano de Ibon Zubiaur, especialista en la literatura de la RDA, que ha llevado a cabo una labor titánica de
traducción, introducción y anotación de todos los libros publicados hasta el momento:
Los hermanos (1963; Bartleby, 2008), la novela que le valió el Premio Heinrich Mann; La verde luz de las estepas (1965;
Errata naturae, 2015), una crónica de su viaje por la Unión Soviética; En la ciudad del mañana (Errata naturae,
2013), su lúcida y apasionada correspondencia con el arquitecto Hermann
Henselmann; y, por último, la inmensa Franziska
Linkerhand (1974; Errata naturae, 2016), su obra maestra, publicada de
forma póstuma. También se pueden encontrar algunos fragmentos de su diario en
la antología Al otro lado del Muro. La
RDA en sus escritores (Errata naturae, 2014), editada asimismo por Ibon
Zubiaur. A pesar de la inseparable relación de Brigitte Reimann con su contexto
sociopolítico, su producción tiene un gran interés literario e histórico para
las generaciones posteriores.
Una apasionada carta de
amor
Es difícil encasillar Franziska Linkerhand en un género; como
todas las obras maestras, los adjetivos se le quedan pequeños, los desborda. Lo
que sí puedo señalar, sin temor a equivocarme, es su concepción como una
carta de amor: «Ay, Ben, Ben, ¿dónde estabas hace un año, o hace tres?» (p. 17),
reza la primera frase. Ben: un amor, un amante, aunque él como personaje
todavía tardará en aparecer y la novela será mucho más que la historia de un
romance. Quien habla es Franziska, el alter
ego de Brigitte Reimann, una joven
arquitecta divorciada, muy implicada en su profesión, una mujer que vive
con ímpetu y sin miedo a correr riesgos. En esta particular carta de amor, le
cuenta su vida a Ben, desde sus orígenes, en el seno de una familia cultivada,
hasta su presente, en una ciudad dormitorio, emblema de la RDA. Esta también es
la historia de todos los hombres que, por diversos motivos, le han dejado
huella: su hermano, su primer amor, su
ex marido, su profesor, su jefe. Y Ben. La educación sentimental de una
chica hecha a sí misma, dispuesta a exprimir el momento. De su relación con Ben
va dejando caer pinceladas, las justas para ir encajando el rompecabezas («me
perdonas, verdad, que me marchara sin decirte adiós», p. 95).
Nunca seré tu sombra… Pero lloré
por ti, y mi corazón estaba herido, y sé que un amor puede terminar, y que cada
día, a cada hora y justo en este instante, alguien dice: ya no te amo, o: nos
equivocamos… y se separa una pareja que no podía ni concebir la separación en
algún momento, hace meses o hace años, cuando empezó la eternidad, la pasión de
por vida, invariable. No perder nunca el hábito de vivir sin ti… Pero ¿y si tú
me abandonaras? Si llegara un día, inesperado, aunque cien veces anticipado, en
el que, mi amor… no sé si te suplicaré o te acusaré, o si diré adiós, Benjamin,
adiós, con una voz como si fuera sólo hasta mañana, y no sé lo que harán mis manos,
si te estrecharán o apartarán en ese día-que-podría-ser en el que yo sabré,
quizá, por fin, lo que es la desesperación.
Otro
rasgo indudable de esta novela es su soberbio
armazón: una estructura
compleja, con cambios constantes de punto de vista (temporal y de persona, del
narrador objetivo, incluso para referirse a sí misma, al monólogo interior),
con un estilo vanguardista, digresivo, pródigo en adjetivos exactos. No deja nada
en lo superficial, no cae en el cliché; su voz (y su ambición) está
notablemente robustecida desde una novela anterior como Los hermanos. Ibon Zubiaur explica que, en los primeros informes
sobre el manuscrito, le decían que el argumento aún no se entendía, que no
quedaba claro de qué iba, a lo que la autora respondía en su diario: «Sé bien
que el libro consiste en un excurso tras otro, pero no puedo explicar por qué
quiero escribirlo justo así: acumular vida, sin más, lo cotidiano y lo casual,
no-necesario» (p. 10). El lector también debería afrontar su lectura con esta
idea de acumulación: de entrada, limitarse a disfrutar de su excelente prosa, empaparse del
universo reimanniano, entrar en el mundo de Franziska; las piezas de la
«historia», si se puede considerar que narra una historia, ya empezarán a
juntarse y a dotar de sentido al conjunto sin que se dé cuenta.
La arquitectura como el
alma
Es
posible que, al leer Franziska Linkerhand
(y cualquier obra de Reimann), más de uno recuerde películas sobre la RDA como Good Bye, Lenin! o La vida de los otros. He aquí, pues, el retrato de una sociedad, de
una cultura, de un pensamiento perdidos. El compromiso con el partido empuja a
la protagonista a alejarse de la apacibilidad de sus orígenes para lanzarse a
la aventura en Neustadt (literalmente, «nueva ciudad»), el destino elegido para
desarrollar su carrera como arquitecta. Neustadt, como su propio nombre indica,
es una de las ciudades residenciales promovidas por el régimen, lugares desérticos
donde el ocio escasea y el urbanismo está pensado en términos prácticos, con
serios bloques de edificios como paisaje. Franziska, que como toda joven
inquieta tiene unas ganas irrefrenables de cambiar lo que la rodea, se traslada
allí con el propósito de transformar ese aire gris, buscar la belleza en la arquitectura. Con su expediente, Franziska
podría hacer carrera en la gran ciudad, pero elige Neustadt porque siente el
deber de implicarse con la causa: «Lo eligió en ese instante [Neustadt]; huía
hacia delante, a lo desconocido, impreciso, con el impreciso sentimiento de que
debía empezar algo nuevo, quemar tras de sí una nave» (p. 125). La cuestión
será si puede compatibilizar su visión del urbanismo con los planes de quienes
mandan.
—Lo que ve usted aquí, mi joven
amiga, es la declaración de bancarrota de la arquitectura. Las casas ya no se
construyen, se producen como un artículo cualquiera, y el lugar del arquitecto
lo ha ocupado el ingeniero. ¿Sabe a quién ha otorgado este año la UIA sus
premios de arquitectura? A los ingenieros Nervi y Candela… Nos hemos convertido
en funcionarios de la industria constructora, para la que voluntad de creación
y estilo son conceptos ajenos, por no hablar de la estética. Perdimos nuestra
influencia en el momento en que perdimos al contratista, al cliente con un
nombre y una cara. Mi apreciado colaborador [...] la querrá convencer de que el nuevo cliente es el
colectivo…
Brigitte Reimann tenía mucho interés en el tema
de la relación entre el urbanismo de una
ciudad y la calidad de vida de sus habitantes. Antes de escribir esta novela
había impartido conferencias sobre el asunto; estaba convencida de que el
aspecto desangelado de las ciudades dormitorio repercutía negativamente en el
estado de ánimo (la protagonista investiga un dato curioso: «Me interesan las
cifras de suicidios en las nuevas urbanizaciones», p. 661). Ella defendía una arquitectura que hiciera compatibles el ocio y el trabajo, la
belleza y lo útil. Dicho de otro modo: no mecanizar la construcción de edificios. En su
correspondencia con el arquitecto Hermann Henselmann (que inspira el personaje
de Reger, el mentor de Franziska), un diálogo intelectual que sin duda enriqueció su perspectiva, dice: «Me parece que [la arquitectura] contribuye a
conformar el alma en la misma medida que la literatura y la pintura, la música,
la filosofía, y la automatización». Se trata de una observación muy pertinente en su
contexto: ¿la arquitectura y el urbanismo siguen siendo artes?, ¿es posible el
arte en las ciudades de la RDA? Esa es la pregunta que se hace Franziska.
¿Es nuestra profesión, se
preguntaba, tan sublime como me la imaginaba de estudiante? ¿Sigue siendo
posible encarnar en un edificio una idea, o cuando menos una propuesta para la
convivencia de la gente? ¿Está Reger pasado de moda, no es un rezagado del
siglo diecinueve al considerar un artista al arquitecto? Y si, efectivamente,
es posible dar belleza a lo necesario, ¿de qué sirve la más bella plasmación de
los edificios individuales, si les falta el denominador común, la idea rectora
que los aglutina en una ciudad?
Como narraba también en Los hermanos (con una protagonista
pintora; de nuevo la relación inseparable de sí misma con el arte en sus
múltiples facetas), la protagonista se enfrenta a un choque de ideas cuando
trata de poner en práctica sus proyecciones: «No
tenemos tiempo para jueguecitos. Sólo tenemos una tarea: construir viviendas
para nuestros trabajadores, tantas, tan rápido y tan barato como sea posible.
No pierda nunca esto de vista» (p. 170), le espeta su superior. El eterno
malestar: cree en el socialismo, pero no comparte la rigidez de algunos de sus
principios. Esta oposición tiene mucho de conflicto generacional: «Los jóvenes
son curiosos, pero callan por discreción, y los viejos zorros del cemento ya no
se asombran de nada» (p. 494). Su profesor, Reger, la tiene en alta estima, mantienen
una relación de respeto mutuo; pero, en Neustadt, se encuentra con un jefe con
pensamientos diferentes, que intenta rebajarle las expectativas; entre ellos se
produce una evolución interesante. La propia Reimann se encontraba desencantada
en materia política cuando la escribió, de modo que el desengaño de Franziska
entra dentro de lo esperado.
Una mujer intrépida en
un lugar inhóspito
El
urbanismo es un pilar de Franziska
Linkerhand, pero no el único. Esta es asimismo la novela de un gran
personaje femenino, una mujer pionera en más de un sentido. Para empezar, se abre
camino en un oficio en el que predominan los hombres: Franziska es una mujer en un entorno masculino, y
además una mujer joven e inteligente, con una profesión cualificada (como la
propia autora en La verde luz de las estepas: la única mujer de una expedición a la Unión Soviética). Aun así,
Reimann no escribe con la perspectiva de género especialmente acentuada: el
asunto está ahí, pero su intención primordial no es plantear una reivindicación
en clave feminista. Habla, además, de la dificultad de Franziska para trabar
amistad con las chicas, que le provocan tanta repulsión como simpatía. Destacan
sus charlas con las obreras que residen en su mismo bloque (la precariedad, los
embarazos secretos…), quienes a su vez la miran con suspicacia por su rango
superior. Otra relación notable es su amistad con la secretaria, Gertrud, una
mujer alcohólica a quien todos desprecian («sola yo misma, extraña en la
ciudad, buscaba protección y me encontré a una protegida», p. 591).
Vaciló, prevenida por una mirada
cómplice; por primera vez [...] volvía a sentirse
atraída por la solidaridad femenina, [...], por las ganas de
revolver intimidades y embrollarlo todo, de abrir ese cierto cajón cuyo contenido
es tabú para los hombres… atraída y repelida a un tiempo, porque durante seis o
siete años había trabajado sólo con hombres, se había adaptado a normas
masculinas, aprendido un lenguaje más bronco. Y había sido aceptada, no desde
luego, y lo sabía, como parte natural de ese otro mundo. El pájaro con las
plumas más vistosas. Una gota de amargura: a una mujer se lo ponen difícil…
tengo que dar un nivel excepcional para aprobar siquiera con bien a
sus ojos…
El otro aspecto rompedor es el alejamiento de sus orígenes o, dicho de otro modo, el
abandono de la comodidad a favor del compromiso político. Franziska, hija de
editores, se educó en un ambiente culto pero a su vez tradicional (la madre le
inculcó «el miedo puritano al pecado original», p. 90). Mientras ella vive en
un piso anodino de Neustadt, sus padres residen en el Oeste, desde donde en
ocasiones le envían objetos que en el Este no puede conseguir. Ella podría
haber elegido ese camino, pero no lo hizo: decidió mezclarse con los
trabajadores, siguiendo las directrices del partido. Esto, no obstante, le
produce cierto complejo de clase, porque
no encaja del todo en ninguno de los dos ambientes: los obreros la desprecian
por no ser una de ellos, mientras que los padres no comprenden que se resigne a
trabajar allí. Reimann ya había ahondado en las tensiones entre obreros y
burgueses, por un lado, y entre quienes huyen a la RFA y quienes permanecen en
la RDA, por el otro, en Los hermanos.
A propósito, en Franziska Linkerhand
la relación de la protagonista con un hermano, llamado Wilhelm, vuelve a ser un
tema importante por la unión incondicional entre ambos.
En la habitación no había
refrescado durante la noche, y el sol calentaba ya. Me gustaba mucho dibujar
con la ventana abierta. Me gustaba hasta el momento en el que por primera vez
me molestó vivir en esa casa. Una casa de locos y un montón de gente loca, o
solitarios, o vagabundos, o esos ermitaños tímidos y altivos, o simplemente
gente que espera. Estaba harta de vivir en una sala de espera. Pensé que estoy
harta de esta vida provisional que prolonga todos los años de vida provisional
en mi ciudad (haber dejado el trabajo, despedirme no ha cambiado nada). Pensé
que debería vivir como los demás, en una casa normal, entre gente normal que
tiene hijos y su jornada laboral y tarde libre y amigos, vecinos, una cocina,
televisor, ciclámenes, vacaciones en el Báltico, tarta de manzana, cuadernos
escolares y deseos realizables y un objetivo para septiembre y para el año
próximo. Si eso es lo que llamas normal, me dije.
Franziska derrocha una gran sed de vida. Tuvo una juventud intensa, un
matrimonio fallido del que supo sobreponerse… y ahora es una mujer libre e independiente, que disfruta de su emancipación («ay,
era maravilloso despertarse sola, sin estar esperando a nadie, ser soltera y
extraña en una ciudad extraña», p. 191) y se siente atraída por un hombre en
quien admira estos mismos valores («En torno a ti [Ben] había un olor a
aventura y a orgullosa y salvaje independencia, pensaba que eras como yo quería
ser», p. 193). En este sentido, se trata de uno de los mejores personajes
femeninos solteros y con profesión cualificada que se pueden encontrar en la
literatura. Y, aunque Franziska está llena de salud, la enfermedad de la autora
se hace presente en sus reflexiones sobre la conciencia de la naturaleza efímera de la vida: «¿Vivir con ilusión por el
futuro, por el año mágico dos mil? Los esbozos para el futuro se hacen en el
presente, es lo que cuenta para mí: presente, hoy, ahora… Chopin murió a los
treinta y nueve años. Courte et bonne.
Una vida que mereció la pena.» (p. 542). En otro pasaje entronca la finitud de
la existencia con la perdurabilidad del arte (la arquitectura para Franziska,
la literatura, esta misma obra, para Reimann): «quizá trabajas más cuando sabes
que no tienes todo el tiempo del mundo, y ensayas lo perdurable porque sabes
que tú misma no eres perdurable. Trabajo como protesta contra la limitación de
la propia vida» (p. 385).
Los domingos medito sobre la
muerte, sobre la hora incerta (la
voz del hombre pelirrojo), me imagino sin esfuerzo que estoy muerta. Sin esfuerzo porque siempre
me salto la hora, esa casualidad
estúpida y mortal —sólo puede ser casualidad, los aviones sobre la ciudad no llevan bombas—, y empiezo donde ha terminado ya lo que no puede ser
pensado: el morir. Pero puedo
imaginarme el cementerio arenoso, al Ángel Aristide, los rostros de los vivos. Nadie me echará de menos. Veinticinco años y no he vivido, tan sólo he
preparado vida, como mucho la probé.
No construí una escuela ni un teatro y no amé a nadie, sólo soñé: con un edificio magnífico, con el gran amor.
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Brigitte Reimann |
Ella misma no
era perdurable, no, y a su pesar no pudo terminar de revisar esta novela como
probablemente habría querido. Con todo, tenía razón: a través de lo perdurable,
de estas páginas, nos llega algo de ella, de su voz, de
su mundo, de su amor, de su inteligencia, de sus dudas, del balance de sus (exprimidos)
treinta y nueve años de vida. Es su novela más redonda, un gran legado de la RDA y de una
personalidad literaria excepcional. Por último, si después de esta perorata
alguien iniciarse en su obra, permitidme una recomendación:
empezad por En la ciudad del mañana, sus
cartas, poco más de cien páginas magníficas (y más accesibles que Franziska Linkerhand) que constituyen
una introducción excelente —en buena medida por el texto y las notas de Ibon
Zubiaur— a su contexto sociopolítico y a las ideas y a la persona de la autora;
yo me convertí en una admiradora incondicional después de leerlo. A partir de
ahí, podéis continuar con cualquiera de sus otros títulos. Todo lo de Brigitte
Reimann es bueno, así que quedaos con su nombre.
Fragmentos en cursiva de
las páginas 520-521, 182, 380-381, 223, 527 y 293.