19 diciembre 2016

El camino estrecho al norte profundo - Richard Flanagan



Edición: Literatura Random House, 2016 (trad. Rita da Costa)
Páginas: 448
ISBN: 9788439731139
Precio: 23,90 € (e-book: 8,99 €)

Había sido un día para morir, no porque fuera un día especial, sino precisamente porque no lo era, y ahora cada día era un día para morir, y la única pregunta que los atormentaba —quién sería el siguiente— había obtenido respuesta. Y el sentimiento de gratitud por el hecho de que hubiese sido otro les devoraba las entrañas, junto con el hambre, el miedo y la soledad, hasta que la pregunta volvía a surgir, reforzada, renovada, innegable. Y la única respuesta que acertaban a darse era la siguiente: se tenían los unos a los otros. Para ellos, jamás podría volver a haber un yo, sino tan solo un nosotros.

«Un hombre feliz no tiene pasado; un hombre infeliz no tiene nada más» (p. 14). Esta es la historia de una vida truncada. No: de muchas vidas truncadas. Porque, aunque el protagonista sobrevive al campo de prisioneros japonés donde se encuentra recluido durante la Segunda Guerra Mundial, aunque se vuelve a integrar en la sociedad con aparente normalidad —esto no es un spoiler: se revela en la primera parte, en la que se utilizan retrospecciones y adelantamientos de la acción para introducir al personaje—, todo ha cambiado. He aquí la existencia trastornada de Dorrigo Evans, un hombre a quien «se le había dado mejor vivir que morir, y apenas quedaban ya quienes pudieran hablar en nombre de los prisioneros de guerra» (p. 27-28). El camino estrecho al norte profundo (2013), la novela más reciente del australiano Richard Flanagan (1961), narra una gran historia de amor y guerra, inspirada en la experiencia como prisionero de su padre, por la que ha recibido el prestigioso Man Booker Prize 2014, entre otros galardones. Una obra colosal, dura y estremecedora que ha sido comparada con La carretera, de Cormac McCarthy, y, palabras mayores, Guerra y paz, de Lev N. Tolstói.
La novela comienza con una pregunta: «¿Por qué en el principio de las cosas siempre hay luz?» (p. 13). Los inicios: ilusión, esperanza, un camino por recorrer. Después: la oscuridad, la realidad como una bofetada, en ocasiones por las decisiones de uno mismo, en ocasiones por circunstancias ajenas. En el principio de este libro está Dorrigo Evans, un joven médico australiano, amante de las letras Las palabras fueron la primera cosa hermosa que conocí», p. 25) —a propósito, toda la obra está salpicada de referencias literarias, de la tragedia griega, con su idea de castigo, al haiku japonés—, de carácter tímido y prudente, que conoce a Amy, la atractiva mujer de la camelia roja en el pelo, que «quería vivir mil vidas, y que ni una sola de ellas se pareciera a la que tenía» (p. 126). Él tiene novia, una chica con la que podría casarse y formar una familia, ese tipo de cosas. Amy, un marido, que para más inri es el tío de Dorrigo Evans, mucho mayor que ella (¿qué hace una mujer como Amy con ese señor? Ah, ella también tiene una historia que contar…). Entre ambos surge una pasión encendida como no habían experimentado antes, un amor intenso, pura luz de esa de los principios. Sin embargo, la guerra los separa. Prometen volver a verse, pero ¿lo conseguirán?
Dorrigo se convierte en el cirujano de un campo de prisioneros japonés, donde miles de hombres se desloman día tras día para construir el llamado «ferrocarril de la muerte», que tenía el objetivo de unir las capitales de Tailandia y Birmania. Flanagan hace hincapié en las condiciones de vida de los hombres: la esclavitud, el hambre atroz, la enfermedad, las palizas de los japoneses, el quirófano improvisado en el que Dorrigo intenta salvarlos. En medio del horror, relatado con crudeza, brilla la camaradería entre los compañeros, la solidaridad, la conciencia de grupo Porque el valor, la supervivencia, el amor, eran cosas que no vivían en un solo hombre. O bien vivían en todos ellos o morían y se los llevaban consigo a la tumba; habían llegado a convencerse de que abandonar a un solo compañero equivalía a abandonarse a sí mismos», p. 192). Además, Flanagan comprende que, para escribir sobre la guerra, no basta con relatar las atrocidades (que no son poca cosa): también resulta fundamental saber plasmar la transformación de los involucrados, una transformación interior que los marca para siempre. Más que una novela sobre un campo de prisioneros, esta es una novela sobre la metamorfosis que sufren los hombres en estas circunstancias, sobre ese cambio forzado en su relación con la realidad, sobre lo que se dejan allí y no recuperan jamás. No solo destaca por su devastador retrato del campo, sino, y sobre todo, por la sutileza con la que deja entrever la batalla mental que libran los afectados. En esta parte, el autor acierta al no centrar el punto de vista (siempre externo) únicamente en el protagonista: abarca asimismo las vivencias de otros personajes, que conforman un retrato coral y vívido.
Otro acierto reside en el hecho de no terminar el libro con el final de la contienda, como si tras la liberación su pusiera fin al dolor. No: Flanagan, que conoció las secuelas que el campo dejó en su padre, también narra el después de la guerra, tanto para los prisioneros que han sobrevivido, entre ellos Dorrigo Evans, como (un acierto más) para los militares japoneses y el guardia coreano que ahora son considerados criminales de guerra. Todos se enfrentan a la dificultad, por no decir la imposibilidad, de rehacerse. Por mucho que se casen, que formen una familia, etcétera, las heridas no desaparecen. Dorrigo, con el tiempo, se convierte en un venerado héroe de guerra, pero, a pesar de la admiración que despierta en la gente, se siente profundamente insatisfecho. Se plantea esta reflexión: «Muchos años después le costaría reconocer que, durante la guerra, pese a haber sido prisionero de guerra durante tres años y medio, había disfrutado de cierta libertad elemental» (p. 339). Después de una experiencia traumática, en la que de verdad la vida pendía de un hilo, todo lo demás parece carente de sentido Riqueza, fama, éxito, adulación, todo lo que vino después no parecía sino exacerbar la noción de sinsentido que habría de encontrar en la vida civil. Nunca reconocería para sus adentros que había sido la muerte la que había dotado su vida de significado», p. 339).
Richard Flanagan
Flanagan escribe con una sensibilidad (que no sensiblería) fuera de lo común. No, la crudeza de los hechos no está reñida con la delicadeza para narrarlos. Tiene un estilo pulido, lírico a ratos, sutil, en el que las frases fluyen con una cadencia armónica. No utiliza rayas para diferenciar los diálogos, y las conversaciones entre los personajes suelen ser intercambios de pocas palabras. Parco, sí, pero también incisivo, como si quisiera deshacerse de lo superfluo para quedarse solo con lo esencial. Al igual que para Dorrigo Evans, para Flanagan las palabras también son algo hermoso, y por ello las trabaja como el mejor artesano. Cuando un narrador dotado se cruza con un tema trascendente, el resultado es una obra tan demoledora como El camino estrecho al norte profundo, una novela espléndida que ahonda en los recovecos del ser humano en unas condiciones extremas. Amor, dolor, amistad, traición, memoria. Todo cabe en estas páginas, y es que, como dice el protagonista, «la guerra es muchas cosas» (p. 31).
Cita inicial en cursiva de la página 301.

4 comentarios :

  1. Pero qué buena pinta tiene esta novela! Me gusta mucho la temática y parece por lo que cuentas, que acierta el autor con el tono y su forma de escribir. Apuntadísima me la llevo!
    Besotes!!!

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    1. Es muy buena. Algunas revistas la están destacando (merecidamente) como lo mejor del año.

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  2. Yo la empecé pero me empezó a cargar con tantos personajes. Demasiados saltos presente pasado, no sé, muy confusa. La sigo teniendo en el ebook porque me gustó su prosa. La retomaré más adelante.

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    1. Solo es así en la primera parte. Después se vuelve más lineal en el tiempo, aunque sigue cambiando de personaje.

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