Edición:
Literatura Random House, 2016 (trad. Rita da Costa)
Páginas:
448
ISBN:
9788439731139
Precio:
23,90 € (e-book: 8,99 €)
Había sido un día para morir, no porque fuera un día especial, sino precisamente porque no lo era, y ahora cada día era un día para morir, y la única pregunta que los atormentaba —quién sería el siguiente— había obtenido respuesta. Y el sentimiento de gratitud por el hecho de que hubiese sido otro les devoraba las entrañas, junto con el hambre, el miedo y la soledad, hasta que la pregunta volvía a surgir, reforzada, renovada, innegable. Y la única respuesta que acertaban a darse era la siguiente: se tenían los unos a los otros. Para ellos, jamás podría volver a haber un yo, sino tan solo un nosotros.
«Un
hombre feliz no tiene pasado; un hombre infeliz no tiene nada más» (p. 14). Esta es la historia
de una vida truncada. No: de muchas vidas truncadas. Porque, aunque el
protagonista sobrevive al campo de prisioneros japonés donde se encuentra
recluido durante la Segunda Guerra Mundial, aunque se vuelve a integrar en la
sociedad con aparente normalidad —esto no es un spoiler: se revela en la primera parte, en la que se utilizan
retrospecciones y adelantamientos de la acción para introducir al personaje—, todo
ha cambiado. He aquí la existencia trastornada de Dorrigo Evans, un hombre a
quien «se le había dado mejor vivir que morir, y apenas quedaban ya
quienes pudieran hablar en nombre de los prisioneros de guerra» (p. 27-28). El camino estrecho al norte profundo
(2013), la novela más reciente del australiano Richard Flanagan (1961),
narra una gran historia de amor y
guerra, inspirada en la experiencia como prisionero de su padre, por la que ha recibido el prestigioso Man Booker Prize 2014, entre otros galardones.
Una obra colosal, dura y estremecedora que ha sido comparada con La carretera, de Cormac McCarthy, y, palabras mayores, Guerra y paz, de Lev N. Tolstói.
La novela comienza con una pregunta: «¿Por qué en el principio de
las cosas siempre hay luz?» (p. 13). Los inicios: ilusión, esperanza, un camino por recorrer.
Después: la oscuridad, la realidad como una bofetada, en ocasiones por las
decisiones de uno mismo, en ocasiones por circunstancias ajenas. En el
principio de este libro está Dorrigo
Evans, un joven médico australiano, amante de las letras («Las palabras fueron la
primera cosa hermosa que conocí», p. 25) —a propósito, toda la obra está salpicada de referencias literarias, de
la tragedia griega, con su idea de castigo, al haiku japonés—, de carácter tímido
y prudente, que conoce a Amy, la atractiva mujer de la camelia roja en el pelo,
que «quería
vivir mil vidas, y que ni una sola de ellas se pareciera a la que tenía» (p. 126). Él tiene novia,
una chica con la que podría casarse y formar una familia, ese tipo de cosas. Amy,
un marido, que para más inri es el tío de Dorrigo Evans, mucho mayor que ella
(¿qué hace una mujer como Amy con ese señor? Ah, ella también tiene una
historia que contar…). Entre ambos surge una pasión encendida como no habían
experimentado antes, un amor intenso, pura luz de esa de los principios. Sin
embargo, la guerra los separa. Prometen volver a verse, pero ¿lo conseguirán?
Dorrigo se convierte en el cirujano de un
campo de prisioneros japonés, donde
miles de hombres se desloman día tras día para construir el llamado «ferrocarril de la muerte», que tenía el objetivo de
unir las capitales de Tailandia y Birmania. Flanagan hace hincapié en las
condiciones de vida de los hombres: la esclavitud, el hambre atroz, la
enfermedad, las palizas de los japoneses, el quirófano improvisado en el que
Dorrigo intenta salvarlos. En medio del horror, relatado con crudeza,
brilla la camaradería entre los compañeros, la solidaridad, la conciencia de
grupo («Porque el valor, la supervivencia, el amor, eran cosas que no
vivían en un solo hombre. O bien vivían en todos ellos o morían y se los
llevaban consigo a la tumba; habían llegado a convencerse de que abandonar a un
solo compañero equivalía a abandonarse a sí mismos», p. 192). Además, Flanagan
comprende que, para escribir sobre la guerra, no basta con relatar las
atrocidades (que no son poca cosa): también resulta fundamental saber plasmar
la transformación de los involucrados, una transformación interior que los
marca para siempre. Más que una novela sobre
un campo de prisioneros, esta es una novela sobre la metamorfosis que sufren
los hombres en estas circunstancias, sobre ese cambio forzado en su relación
con la realidad, sobre lo que se dejan allí y no recuperan jamás. No solo destaca
por su devastador retrato del campo, sino, y sobre todo, por la sutileza con la
que deja entrever la batalla mental que libran los afectados. En esta parte, el
autor acierta al no centrar el punto de vista (siempre externo) únicamente en el protagonista: abarca
asimismo las vivencias de otros personajes, que conforman un retrato coral y vívido.
Otro acierto reside en el hecho de no terminar
el libro con el final de la contienda, como si tras la liberación su pusiera
fin al dolor. No: Flanagan, que conoció las secuelas que el campo dejó en su
padre, también narra el después de la
guerra, tanto para los prisioneros que han sobrevivido, entre ellos Dorrigo
Evans, como (un acierto más) para los militares japoneses y el guardia coreano que
ahora son considerados criminales de guerra. Todos se enfrentan a la dificultad,
por no decir la imposibilidad, de rehacerse. Por mucho que se casen, que formen
una familia, etcétera, las heridas no desaparecen. Dorrigo, con el tiempo, se
convierte en un venerado héroe de guerra, pero, a pesar de la admiración que
despierta en la gente, se siente profundamente insatisfecho. Se plantea esta reflexión: «Muchos años después le
costaría reconocer que, durante la guerra, pese a haber sido prisionero de
guerra durante tres años y medio, había disfrutado de cierta libertad elemental» (p. 339). Después de una
experiencia traumática, en la que de verdad la vida pendía de un hilo, todo lo
demás parece carente de sentido («Riqueza, fama, éxito, adulación, todo lo que vino después no
parecía sino exacerbar la noción de sinsentido que habría de encontrar en la
vida civil. Nunca reconocería para sus adentros que había sido la muerte la que
había dotado su vida de significado», p. 339).
Richard Flanagan |
Flanagan escribe con una sensibilidad (que no
sensiblería) fuera de lo común. No, la crudeza de los hechos no está reñida con
la delicadeza para narrarlos. Tiene un estilo pulido, lírico a ratos, sutil, en el que las
frases fluyen con una cadencia armónica. No utiliza rayas para diferenciar los
diálogos, y las conversaciones entre los personajes suelen ser intercambios de
pocas palabras. Parco, sí, pero también incisivo, como si quisiera deshacerse
de lo superfluo para quedarse solo con lo esencial. Al igual que para Dorrigo
Evans, para Flanagan las palabras también son algo hermoso, y por ello las
trabaja como el mejor artesano. Cuando un narrador dotado se cruza con un tema trascendente,
el resultado es una obra tan demoledora como El camino estrecho al norte profundo, una novela espléndida
que ahonda en los recovecos del ser humano en unas condiciones extremas. Amor,
dolor, amistad, traición, memoria. Todo cabe en estas páginas, y es que, como
dice el protagonista, «la guerra es muchas cosas» (p. 31).
Cita inicial en cursiva de la página 301.
Pero qué buena pinta tiene esta novela! Me gusta mucho la temática y parece por lo que cuentas, que acierta el autor con el tono y su forma de escribir. Apuntadísima me la llevo!
ResponderEliminarBesotes!!!
Es muy buena. Algunas revistas la están destacando (merecidamente) como lo mejor del año.
EliminarYo la empecé pero me empezó a cargar con tantos personajes. Demasiados saltos presente pasado, no sé, muy confusa. La sigo teniendo en el ebook porque me gustó su prosa. La retomaré más adelante.
ResponderEliminarSolo es así en la primera parte. Después se vuelve más lineal en el tiempo, aunque sigue cambiando de personaje.
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