Edición:
Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano)
Páginas:
144
ISBN:
9788432229930
Precio:
16,00 €
Esta
entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar
a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y
género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: ya se han
reseñado La balada del café triste y Frankie y la boda. En los próximos
meses, más.
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Quizá
la mejor definición de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) la
proporciona ella misma en esta novela, en tan solo dos palabras: delicada y grotesca. Estos adjetivos se
refieren a una imagen que contemplan los personajes (el resplandor del fuego, a
la vez fascinante y aterrador), pero bien podrían aplicarse a cualquiera de los
libros de la autora sureña, incluido Reflejos
en un ojo dorado (1941), una obra que, por tratarse de su segunda
publicación, siempre estuvo, para la crítica y los lectores, un poco a la
sombra de su exitoso debut, El corazón es
un cazador solitario (1940), y de títulos posteriores como Frankie y la boda (1946) o La balada del café triste (1951). Con
todo, los grandes escritores no tienen malas novelas: cada una es otro
despliegue de su universo narrativo, de su huella singular; una oportunidad para seguir
profundizando en su concepción del hecho literario, para descubrir nuevos
matices, nuevos destellos. Y en McCullers, desde luego, no faltan ni matices ni
destellos (de brillantez).
Delicada
y grotesca. En otro contexto, estos dos adjetivos resultarían incompatibles,
incluso antónimos. No obstante, como bien señala Cristina Morales en el prólogo
a esta edición, McCullers demuestra que con un estilo primoroso, calmado,
también se puede ser incisivo. Tal vez sea esta la forma más eficaz de punzar:
poniendo el dedo en la llaga como quien no quiere la cosa, examinando
situaciones de aparente normalidad en las que sin embargo hay tensiones
latentes. Como comenté en mi reseña de La balada del café triste, McCullers tiene rasgos de contadora de historias de
la vieja escuela, hereda recursos de la narración oral (como el adelantamiento
de la acción, que lleva a cabo al principio de Reflejos en un ojo dorado) y escribe relatos próximos a la vida
misma, a lo cotidiano, huyendo de la épica y las tramas intrincadas. Una de sus
mayores virtudes es la sutileza: retrata a un personaje enamorado o a uno
reprimido por su homosexualidad sin
utilizar nunca las palabras «enamorado» u «homosexual». Para ello, se pone en
la piel de un espectador privilegiado, que narra la historia en tercera
persona, haciendo hincapié en los gestos visibles que permiten intuir esa
emoción contenida. Su gran capacidad de observación marca la diferencia: es
capaz de detectar una alteración donde otros no verían nada, como en Frankie y la boda, una novela de aprendizaje
sobre una niña a la que por fuera no le ocurre gran cosa pero por dentro es un hervidero.
Reflejos en un ojo
dorado condensa estas cualidades y es una predecesora
clara de La balada,
su obra maestra, tanto en la forma (ambas adelantan que ocurrirá un suceso
trágico, en este caso, un crimen) como en el contenido (los vínculos afectivos
entre un grupo de personajes). Con todo, en esta ocasión la acción no se
desarrolla en un pueblo, sino en una base militar estadounidense, una
institución asociada a unos valores y una idea de masculinidad que se atreve a cuestionar.
La primera frase ironiza: «Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar
monótono». Eso se podría suponer, hasta que McCullers presta atención al
movimiento de puertas adentro, al cuarto de las emociones silenciadas. ¿Y de qué va
el libro, exactamente? Dos matrimonios: en apariencia, todo en orden; por
detrás, infidelidades, una esposa
deprimida, un capitán obsesionado con un soldado y un criado entrometido. Personajes
que se enamoran de la persona equivocada, como en La balada. La paradoja es que ninguno es ajeno a lo que ocurre; aceptan
la doble cara de su situación, asumen como normal esta existencia hipócrita.
Esto
tiene consecuencias, claro. El asesinato anticipado no es más que la catarsis del malestar enquistado, aunque ese no es el único acontecimiento
espeluznante que se narra. En este sentido, dos personajes sobresalen. Por un
lado, el capitán Penderton, un hombre con una buena posición social, casado con
una mujer que le es abiertamente infiel con un colega. Triunfador en su
profesión, amargado en el hogar. El problema no es solo el descaro de su
esposa: el capitán tiene dudas acerca de su identidad sexual. A lo largo de la
novela, se fija en un soldado, que le hace replantearse todo lo que tiene: «En
lugar de soñar con honores y altos cargos, experimentaba ahora un placer
refinado al imaginarse a sí mismo como un soldado raso. […] aparecían en su
imaginación los cuarteles: el clamor de las voces jóvenes y viriles, los
deliciosos ocios al sol, las bromas y la camaradería» (pp. 111-112). Por
supuesto, se ve obligado a controlarse… y estas circunstancias conducen a una
reflexión acerca de cómo los instintos reprimidos
y las humillaciones desembocan en odio, que puede ser una pasión tan
intensa como el amor («Hay momentos en que el mayor anhelo de un hombre es
tener a alguien a quien amar, algún punto central en que poder concentrar las
emociones difusas. Y también hay momentos en que es preciso descargar en odio
los disgustos, los desengaños y temores, bullentes e inquietos como
espermatozoides. El desgraciado capitán no tenía a quién odiar, y en los
últimos meses se había sentido muy triste.», p. 55).
El
segundo personaje sobre el que quiero llamar la atención es la otra engañada, Alison,
la esposa del oficial que tiene una aventura con la mujer del capitán. A
diferencia de esta última, explosiva y desenvuelta, Alison es una chica discreta, fina, que se ha ido apagando («Había llegado a un punto
en que tenía tanto miedo de sí misma como de los demás. Y todo aquel tiempo, a
la vez que se sentía incapaz de tomar una decisión, sentía como si un gran
desastre se cerniera sobre ella.», p. 42). Este personaje permite contrastar la
diferente percepción de la infidelidad en función de si el engañado es un
hombre o una mujer: mientras que el capitán reacciona con rabia, más por la
vergüenza del qué dirán que por la traición en sí, Alison se vuelve desvalida. Se
siente afligida, no tanto por el engaño como porque, si se separa del marido, quedará
en una posición vulnerable, no sabe qué será de ella. McCullers narra de forma
magistral cómo la perturbación se va
apoderando de ella: a diferencia del capitán, Alison no dirige la violencia
hacia los demás, sino hacia sí misma. Pero Alison tiene un fiel aliado: el
pizpireto criado filipino, un personaje que, por su condición de «otro» (otra
etnia, otra categoría social), recuerda a la criada negra de Frankie y la boda, que también sirve de
apoyo para la chica blanca, y al enano jorobado de La balada. McCullers siempre está atenta a los márgenes de la
sociedad, y no en vano: los protagonistas, a priori hegemónicos, socialmente aceptados (blancos bien
posicionados), también devienen marginados en algún punto de su vida, al menos
por dentro. La comprensión por parte del criado muestra un acercamiento
peculiar entre seres menospreciados.
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Carson McCullers |
Para
terminar, comparto el análisis de Tennessee Williams en un epílogo de 1971: en Reflejos en un ojo dorado, McCullers,
además de abordar temas tabú que ponen en entredicho los principios de la
sociedad de la época, da un paso adelante fundamental en su técnica narrativa. Es
una novela más sobria que su debut, lo que se consideraba un defecto por la
pérdida de esplendor, pero demuestra una mayor precisión estilística, una habilidad básica para controlar los excesos del lirismo
juvenil. Concuerdo asimismo con su ranking
de los títulos de la autora, encabezado por La balada del café triste, una obra maestra incontestable, y, en segundo
lugar, la sobresaliente Frankie y la boda.
En cualquier caso, más allá de las comparaciones, no cabe duda de que Reflejos en un ojo dorado es un libro
notable, en el que se aprecia (una vez más) la enorme perspicacia psicológica
de McCullers, esa escritora delicada y grotesca que nos enseña las costuras del pretendido orden
social con la fuerza de una buena historia.
Fotogramas de la película
homónima de 1967, basada en la novela y dirigida por John Huston.
Quería comentarte que me leí La balada del café triste por tu recomendación ¡y me pareció estupendo! Me gustó mucho la forma de narrar de la autora y ese estilo gótico sureño. Espectacular.
ResponderEliminarMe alegra que te hayas animado a descubrir a McCullers, es una autora espléndida y "La balada del café triste" me parece su mejor libro. Ahora, a por "Frankie y la boda", que también es muy bueno ;).
EliminarQue buena reseña! Yo he leío esta novela con una mezcla de interés y rechazo. Me parecía estar viendo una película opresiva de los años 40, en blanco y negro, con un actor muy hermético en el papel del soldado. Con momentos de mucha belleza y otros de mucha oscuridad. Seguiré leyendo a esta autora, porque me parece que tiene algo muy especial
ResponderEliminarYo creo que no es la mejor novela para comenzar con McCullers. Es buena, pero "La balada del café triste" y "Frankie y la boda" son tan brillantes que esta parece su hermana pequeña.
EliminarLo leí hace un par de meses y me encantó. Sin duda quiero seguir leyendo a la autora.
ResponderEliminarUn beso ;)
Me alegra que te haya gustado. No te pierdas "La balada del café triste", es una maravilla.
EliminarNo he leído nada de esta autora, y creo que me estoy perdiendo algo bueno.
ResponderEliminarUn abrazo
Sí, te estás perdiendo algo muy bueno. Yo te recomiendo empezar por "La balada del café triste", que es una novela breve magnífica.
EliminarLo leí hace un par de años y me gustó. Lo has definido a la perfección, delicado y grotesco. Y señalas que no es la mejor novela de la autora... Tengo que leer sus otras novelas!
ResponderEliminarBesotes!!!
Sí, sigue leyendo a McCullers. Todos sus libros son muy recomendables.
EliminarYa he leido La balada del cafe triste y me voy animar con esta tambien.
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