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24 junio 2019

El viento - Dorothy Scarborough


Edición: Errata naturae, 2019 (trad. Sara Álvarez Pérez)
Páginas: 328
ISBN: 9788417800208
Precio: 20,50 €

Errata naturae recupera la novela El viento (1925), de Dorothy Scarborough (Texas, 1878 – Nueva York, 1935), un clásico de la narrativa estadounidense de la primera mitad del siglo XX inédito en castellano, aunque quizá a algunos lectores les resulte familiar por su adaptación al cine de 1928 a cargo de Victor Sjöström, con Lillian Gish como protagonista. Se trata de un libro un tanto curioso, ya que «inaugura» un género a caballo entre la narrativa gótica y el western, y con una perspectiva de género pionera. Narra la peripecia de Letty, una joven de Virginia, humilde, pero educada con primor, que tras quedarse huérfana se instala en Texas, en casa de su primo, su único pariente. En el tren que la lleva a su nuevo hogar, Letty conoce a un hombre misterioso que le advierte del terrible viento de Texas, un viento tan fuerte que le hará perder la lozanía y, aún peor, la aterrorizará. El desconocido promete hacerle una visita. Ella, convencida de que el tipo exagera, intenta adaptarse a la región, una zona retirada, casi desértica, que poco tiene que ver con su acogedora tierra natal.
En casa del primo no la reciben como esperaba. Este se ha casado, tiene hijos, y su esposa no se alegra de alimentar una boca más. Letty, voluntariosa, se encarga de la educación de los niños, pero las diferencias entre las dos mujeres no hacen más que aumentar la tensión. Hay que añadir al elenco a los amigos del primo, hombres toscos pero de buen corazón que se encaprichan de la recién llegada. Letty, esa chica criada entre algodones, alegre, tierna, se ve de pronto atrapada en un lugar inhóspito, apartado de la civilización urbana, donde las horas transcurren entre las comidas ruidosas, los modales ordinarios, el trabajo duro y, en fin, un sentido puramente práctico de la vida. Esta tierra resulta hostil sobre todo para las mujeres, aunque la protagonista y la esposa de su primo encarnan roles distintos: mientras que Letty sufre por no haber sido educada para este hábitat, y por no tener otra alternativa dada su condición de huérfana en unos tiempos en los que una joven carecía de independencia, la esposa es una mujer curtida, oriunda de Texas, que sabe bien lo que se espera allí de un ama de casa y de una madre, lo que no quita que a su modo también esté limitada, porque no ha podido escoger, porque este matrimonio, esta existencia sórdida, estaban dictados para ella.

Letty, como las heroínas de la novela gótica, se enfrenta a una realidad perturbadora. Tiene que tomar decisiones, por mucho que ninguna elección la satisfaga. El viento, ese viento cruel del que le habló aquel hombre, se convierte en la metáfora de su opresión: lo que derrumba a Letty, a la Letty ingenua de Virginia, no son las fuerzas de la naturaleza, sino los humanos, una sociedad que no la ha preparado para enfrentarse sola a la adversidad, que no le permite emanciparse, que la condena a depender de los demás –esto es, de los hombres blancos– aunque ella no quiera. El miedo es el gran tema de este libro, el miedo a lo desconocido, a la intemperie, como consecuencia de la falta de educación y de derechos. Letty es un animal doméstico liberado en una selva que lo devora; es la protagonista de Rebecca que llega a un viejo caserón que la rechaza. No puede huir, y ese es el verdadero terror, no la intensidad del viento o las tareas arduas del campo. La locura termina por adueñarse de ella.
Dorothy Scarborough
Dorothy Scarborough merece reconocimiento por denunciar estos problemas «femeninos» en una época tan temprana, y además en Texas, donde no se respiraba la misma modernidad que en las grandes ciudades. Es posible que la novela, en lo literario, haya envejecido mal (tópicos, personajes arquetípicos, cierta «histeria» en el tono, un desarrollo trágico previsible); aun así, teniendo en cuenta el contexto en el que se escribió, estos recursos resultan admisibles porque le sirvieron para plantear la crítica de manera clara y contundente, para comunicar un mensaje sin adornos que calara en los lectores. El viento enriquece el canon de literatura protofeminista, por cuanto aborda la decadencia de una chica en un entorno embrutecido, dominado por los hombres blancos, que se vuelve más amenazante todavía por encontrarse lejos de la civilización urbana. La autora retrata a una joven indefensa, pero con la lucidez suficiente para recelar del matrimonio como hipotética salvación, para analizar lo que la rodea sin dejarse engañar. La novela expone los temores, la incertidumbre, la brutalidad e incluso el trastorno; el malestar que tantas mujeres padecieron y no se atrevieron a manifestar. No es poco.

06 febrero 2019

Ellen Foster - Kaye Gibbons


Edición: Las Afueras, 2018 (trad. María José Rodellar)
Páginas: 160
ISBN: 9788494733789
Precio: 15,95 € (e-book: 7,99 €)

Algunos escritores no pasan a la posteridad por el conjunto de su obra, sino por un personaje, que se convierte en su emblema. De acuerdo, hablar de posteridad tal vez resulte exagerado, pero, como mínimo, se ganan el afecto del público, sobre todo cuando el personaje en cuestión acompaña a generaciones de lectores jóvenes que crecen con él. Eso le ocurrió a Kaye Gibbons (Nash County, Carolina del Norte, 1960) con su debut, Ellen Foster (1987), escrito cuando estudiaba en la universidad (y no en un curso de escritura creativa como los de ahora, así que lo suyo fue, en cierto modo, excepcional). La novela enseguida logró una gran popularidad en Estados Unidos y el año pasado se publicó en castellano por primera vez.
 ¿Y quién es la heroína? Ellen Foster, una niña de familia disfuncional, en ese sur sórdido de Estados Unidos, que narra su periplo con una voz fresca y sin complejos. Desde el principio sabemos que lo peor ha pasado (se refiere a una «nueva mamá», por lo que se encuentra en buenas manos; el apellido, «Foster», alude a la familia de acogida), de modo que la tensión no se halla en el qué sucederá, sino en el descenso a los infiernos que ya ha vivido, a saber: el suicidio de la madre, el padre maltratador y alcohólico, los parientes que no pudieron o no quisieron ocuparse de ella cuando se quedó sola, el desamparo. En medio, una maestra bondadosa y una amiga negra que le hacen mantener la esperanza. Chiquilla indefensa, vida torturada, desenlace feliz; la fórmula para conmover a los lectores sin arriesgar demasiado.
Gibbons explora lo que supone ser una niña desarraigada en una sociedad de desigualdades y prejuicios. Si bien el argumento adolece de moralismo, la potencia de su voz «infantil» lo compensa con creces. Hace un uso singular de la gramática para adoptar un registro próximo a la oralidad, a la espontaneidad de la narradora, un parloteo vivaz que en la traducción de María José Rodellar fluye de maravilla. Esta es una de esas historias de «realidad cruel, mirada jovial», o, en otras palabras, la naturaleza risueña de la protagonista atenúa de alguna manera la devastación que sufre. Porque Ellen Foster es fuerte, curiosa e inteligente, y sale adelante, siempre cargada con su microscopio y sus libros. En su voz resuenan ecos de la Jo March de Mujercitas, el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno y la Scout Finch de Matar a un ruiseñor: puntos de vista de niños o adolescentes con inquietudes, rebeldes, que no se amoldan a lo que se espera de ellos. Con una gran diferencia, eso sí: Ellen Foster no tiene un padre, una hermana o una familia que la arrope. Está sola.
Kaye Gibbons
Por encima de la tragedia personal, el mérito de la obra reside en el desparpajo con que desmonta el mundo de los adultos. En particular, la segregación racial, la diferencia de clase y la marginación. Dadas las circunstancias, la niña se siente más próxima a los otros marginados, los negros, que a la población blanca como ella. Se da una paradoja: Ellen Foster, que se educó en la creencia en la «superioridad» de los blancos, padece una fractura familiar, mientras que su amiga negra tiene unos padres atentos, que sin grandes recursos se desviven por ella. Este libro da una bofetada a la hipocresía de esa comunidad rancia y gazmoña, pone de relieve sus contradicciones, pues aquí los «malos», los egoístas, los despreocupados, son los familiares de la chiquilla. Ella, conforme crece, abre los ojos y toma conciencia de las barreras sociales, se convierte en una defensora de la igualdad y los valores cívicos. Aunque tenga la ingenuidad de todo debut, conocer a Ellen, empaparse de su vigor y su ternura, te reconcilia un poco con el ser humano. Y ya es bastante.

18 enero 2019

Un pie en el paraíso - Ron Rash


Edición: Siruela, 2018 (trad. Pablo González-Nuevo)
Páginas: 232
ISBN: 9788417454470
Precio: 19,95 € (e-book: 9,99 €)

Un pie en el paraíso (2002), la primera novela de Ron Rash (Chester, Carolina del Sur, 1953), un autor que por entonces ya había publicado poesía y relatos, se enmarca en la tradición del sur de Estados Unidos, esa que tantas alegrías ha dado a la literatura (William Faulkner, Eudora Welty, Carson McCullers, Flannery O’Connor...). Ron Rash cuenta con una trayectoria sólida en su país, aunque aquí es un desconocido –solo se había publicado En lo más profundo del río (Punto de Lectura, 2007); mientras que su obra más aclamada, Serena (2008), sigue sin traducir–. Viene avalado por Alice Munro y Edna O’Brien, dos escritoras a las que servidora tiene en alta estima. Entre esto y mi fascinación (literaria) por ese sur tan sórdido, no quedaba otra que leerlo.
Corren los años cincuenta en un condado rural de los Apalaches cuando un hombre, veterano de guerra, desaparece sin dejar rastro. Tanto su madre como el sheriff están convencidos de que lo ha matado otro, pero el cuerpo no aparece. El tipo no era lo que se dice ejemplar, por lo que a nadie le sorprende que pueda haber terminado así. A partir de este suceso, el autor desgrana los acontecimientos previos a la desaparición, una trama de pasión y venganza que involucra a varios personajes de la localidad. Lo importante no es averiguar qué ha ocurrido con el hombre –enseguida se revela–, sino que este hecho sirve de puente para revolver lo que de verdad interesa a Ron Rash: esa sociedad sureña embrutecida, llena de sombras, de costumbres anquilosadas, en la que nadie es inocente del todo, por mucho que no se haya manchado las manos.
Ron Rash es un gran narrador, ameno, con sentido del humor y oído para el diálogo. Firma una historia dinámica que entretiene y a la vez posee revestimiento «literario». Carson McCullers decía que lo característico del gótico sureño es su planteamiento de la crueldad con un tono de escritura que se permite lo liviano, lo cómico; de este modo profundiza en los recovecos del alma humana. Esta obra es así, detrás de la ficción hace una radiografía de ese sur de antaño, violento, turbio y desigual. Cada parte está narrada por uno de los protagonistas, sin que se pierda el ritmo, y cada uno tiene, claro, sus conflictos: la ascensión social, el matrimonio, el deseo de tener hijos, las secuelas de la guerra, el distanciamiento dentro de una familia, la soledad, el perdón. Una sociedad de contrastes, en la que ni siquiera el sheriff (primer narrador y un personaje memorable) se libra de las manchas, aunque de entrada esté en una esfera superior al resto (tiene estudios y está casado con la hija de un médico). En la práctica, todos, los afortunados y los humildes, los tranquilos y los bravucones, afrontan problemas no tan diferentes. No falta en el elenco la «bruja» de turno, o anciana ermitaña, representante de las supersticiones inherentes a este sur tan rancio.
Ron Rash
El relato se encuadra, además, en un marco «mítico»: más allá de la acción individual, el destino, como en la tragedia griega, supera a los personajes, perseguidos por sus errores, la culpa y el castigo. Esto se extiende al pueblo en conjunto, que se halla en proceso de desaparición porque una compañía eléctrica pretende construir un lago. La historia culmina en una catarsis redonda. Tiene bastante en común con Fuego en la montaña (1962; Errata naturae, 2018), una novela de Edward Abbey (1927-1989) que también se recuperó el pasado otoño (¿renace el interés por la narrativa de la Norteamérica campestre, esa de hombres recios, aventuras, traición y encuentros furtivos?). En cualquier caso, Un pie en el paraíso es una novela altamente disfrutable, escrita con oficio, con personajes muy bien perfilados y un aire de historia clásica que hoy cuesta encontrar. Ojalá no sea lo último que se traduzca del autor.

29 diciembre 2017

Reloj sin manecillas - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. Vida Ozores; pról. Jesús Carrasco)
Páginas: 304
ISBN: 9788432229862
Precio: 18,50 € (e-book: 7,99 €)

Esta entrada forma parte de #AdoptaUnaAutora, un proyecto que tiene como objetivo dar a conocer a escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: hasta el momento se han reseñado las novelas La balada del café triste, Frankie y la boda, Reflejos en un ojo dorado y El corazón es un cazador solitario; sus memorias inacabadas, Iluminación y fulgor nocturno; y el libro de ensayos El mudo y otros textos. Hoy doy por finalizada la adopción; espero que os haya interesado.
***
No formaré parte de los que atrasan cien años el reloj de los tiempos.
La muerte se desliza por Reloj sin manecillas (1961) como una entidad omnipresente, y no (solo) porque se trate de la última novela de una de las grandes escritoras sureñas del siglo XX, Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967); de hecho, cuando la publicó, seis años antes de su fallecimiento, aún no podía sospechar que sería la última. «La muerte es siempre la misma, pero cada hombre muere a su manera» (p. 15), reza la primera frase, un guiño a su admirado Tolstói. En el primer capítulo, J. T. Malone, un farmacéutico de una localidad del sur de Estados Unidos, es diagnosticado de leucemia. Pero, calma, que nadie salga corriendo: no se trata de una novela triste ni de una meditación sobre la enfermedad. El estilo de la autora se caracteriza por «una yuxtaposición audaz y en apariencia insensible de lo trágico con lo humorístico, de lo grandioso con lo trivial, lo sagrado con lo licencioso», tal como lo expresa ella misma en un ensayo recogido en El mudo y otros textos. Además, la muerte también tiene un sentido más hondo, inherente a la sociedad: el final de una época, de un determinado sistema de pensamiento.
La novela se organiza en torno a cuatro personajes, que simbolizan a generaciones distintas. El juez Fox Clane («Siempre es mejor mirar hacia atrás que hacia el futuro», p. 82), un octogenario racista y clasista, que añora su reputación de antaño y todavía anda metido en política para oponerse a los derechos de los negros; un anciano en caída libre, representante del viejo orden, con muchas sombras en su familia y en sí mismo, un hombre que se agarra a un clavo ardiendo mientras la temida decrepitud lo acecha. El tiempo se le acaba, oye el tictac del reloj cada vez más fuerte. Por otro lado, el ya mencionado J. T. Malone, un farmacéutico de mediana edad, la generación intermedia entre el juez y los jóvenes. Casado y con dos hijos, un tanto acomplejado, ni muy enamorado ni muy satisfecho con su trabajo; un tipo anodino, normal, se podría decir. Siempre tuvo la sensación de que podría haber llegado más lejos, y el diagnóstico le cae como una sentencia de muerte («Pensó en toda la vida que había malgastado. Se preguntó cómo podía morir si aún no había vivido», p. 190). Afronta sus últimos meses como el resto de su vida: con resignación y sencillez, sin perder el trato amable. Malone se lleva bien con el juez, ante todo es un hombre muy cordial, empático, pero rechaza algunas de las ideas del anciano; está más concienciado con las desigualdades.
En paralelo, la generación joven, la esperanza (o no). Para empezar, Jester, el nieto del juez, aunque poco tiene en común con él: un muchacho mimado, inocente, tímido, reprimido, que oculta su atracción por los chicos (un tema que la autora ya planteó en Reflejos en un ojo dorado) por el temor a ser tachado de enfermo o depravado. Vive su coming-of-age con esta losa, y se verá involucrado sin querer en unos sucesos turbulentos. Entre él y su abuelo se produce el consabido choque generacional. Por otra parte, Sherman Pew, un adolescente que traba amistad con Jester. Es casi su polo opuesto: huérfano, negro de ojos azules, padece la segregación racial y se las da de gamberro, si bien en realidad no deja de ser un niño herido, necesitado de afecto, obsesionado con encontrar a su madre. Está enfadado con el mundo, y con razón, puesto que sufre la peor cara del ser humano, el abuso de los poderosos sobre los negros y las carencias de la orfandad. A pesar de su buen fondo, esa rabia contenida estallará y le pasará factura (McCullers no es una autora políticamente correcta: todos los personajes se mueven en una escala de grises). Contra todo pronóstico, el juez se encariña con el joven Sherman Pew, lo que enriquece aún más el (ya de por sí interesante) entramado.

… la pasión en la primera juventud, aunque no tiene raíces profundas, es fuerte. Surge y toma forma al oír una canción en la noche, al oír una voz, al contemplar a un desconocido. La pasión le hace a uno soñar despierto, le hace imposible concentrarse en las matemáticas, y en los momentos en que más desea parecer ingenioso, le deja a uno en ridículo. En la primera juventud, el flechazo es el compendio de lo que es el amor, le transforma a uno en momia, hasta tal punto que uno no sabe si está sentado o acostado y, aunque de ello dependiera su vida, uno no recordaría lo que ha comido. Jester, que estaba iniciándose en la pasión, tenía miedo. Nunca se había emborrachado ni deseaba estarlo. Era un chico que sacaba sobresalientes en el colegio […]; sólo soñaba despierto cuando estaba en la cama y no se permitía soñar así por la mañana una vez que había sonado el despertador, aunque a veces le hubiera encantado hacerlo. Una persona así, naturalmente, se asustaba ante el flechazo. Jester creía que si tocaba a Sherman, eso le llevaría a cometer un pecado mortal, pero cuál sería ese pecado lo ignoraba. Sencillamente se guardó de rozarlo, mientras lo contemplaba con ojos petrificados por la pasión.

En cierto modo, Reloj sin manecillas se puede considerar el Matar a un ruiseñor de McCullers (ella rechazaría de pleno esta comparación: siempre pensó que tanto Harper Lee como Flannery O’Connor la imitaban; su antipatía mutua es ya legendaria). Como en todos sus libros, la trama se vehicula en torno a uno o varios crímenes; la violencia del sur, de los barrios de extracción humilde en particular, que en términos literarios le sirve tanto para crear intriga como para esbozar un espléndido retrato social. En segundo lugar, en esta novela ahonda más que nunca en el racismo y la segregación racial, que ya había tratado en El corazón es un cazador solitario y, de refilón, en Frankie y la boda. La homosexualidad reprimida, otro de sus motivos recurrentes, también está presente. Reloj sin manecillas plantea un punto de inflexión en la historia del siglo XX: el cambio de paradigma, la necesidad de combatir la discriminación y las desigualdades, de promover un modelo de sociedad con oportunidades para todos. La peripecia de los jóvenes adopta tintes épicos por su lucha contra el orden establecido. Tienen mucho a su favor, pero, como en cualquier gran transformación histórica, algunos caen por el camino. Y nadie sale incólume.
Carson McCullers
Al igual que su debut, Reloj sin manecillas aúna realismo y simbolismo. Lo primero, por su brillante representación del sur, el ambiente oscuro, cruel y devastador que McCullers conoció en su infancia. Lo segundo, porque los personajes, y sus acciones, encarnan una posición en el espectro político (el juez que se aferra al pasado, el farmacéutico progresista pero precavido, el joven negro vengativo y kamikaze, el muchacho blanco liberal y reprimido). Esta es una novela sobre la derrota del viejo orden, no exenta, sin embargo, de víctimas inocentes. Una historia violenta, pero necesaria para mover las piezas, para el principio del fin de la discriminación racial. Y, además, una novela de aprendizaje, una novela social de aires dickensianos, una novela sobre la amistad, la enfermedad, la senectud. Profundamente conmovedora. Como todas las grandes obras, va de muchas cosas a la vez; y resulta agradable de leer por la fluidez y el humor del estilo de McCullers, que hace easy-going esa realidad embrutecida. Es extraordinaria. Se la cita menos que otros títulos de la autora, como El corazón es un cazador solitario o La balada del café triste, pero no tiene nada que envidiarles; lo tiene todo en su justa medida.
Un último apunte: Sara Morante, autora de las ilustraciones de las nuevas ediciones que Seix Barral ha publicado para conmemorar el centenario del nacimiento de McCullers y los cincuenta años de su muerte, hace una reinterpretación magnífica en esta cubierta: la Casa Blanca, los colores de la bandera de Estados Unidos, los árboles en otoño, tiempo de ocaso, y ese reloj al que se le acaba el tiempo. Buen trabajo.
Citas en cursiva de las páginas 215 y 110-111.

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