25 febrero 2015

El inicio de la primavera - Penelope Fitzgerald



Edición: Impedimenta, 2011 (trad. Pilar Adón;  post. Terence Dooley)
Páginas: 272
ISBN: 9788415130123
Precio: 20,95 €

Penelope Fitzgerald (1916-2000) es una voz singular en la literatura inglesa del siglo XX: si bien hereda algunos rasgos típicos de la narrativa de su país (como una agudeza a lo Jane Austen), muestra predilección por los ambientes alejados de su tierra, como la Sajonia de Novalis en La flor azul (1997; Impedimenta, 2014) o la convulsa Rusia pre-bolchevique en El inicio de la primavera (1988; Impedimenta, 2011). Además, evoca estos lugares con una concepción particular de la estructura; no se limita a describirlos, sino que se impregna de ellos, trabajando la estructura para que cada escena (y cada elisión) tengan significado, lo que la sitúa muy por encima de la novela histórica al uso. Escritora tardía, Fitzgerald comenzó a escribir cuando ya había cumplido los cincuenta, pero, a pesar de su corta carrera, consiguió un gran reconocimiento, como demuestra la obtención del National Book Critics Circle Award por La flor azul, considerada su obra maestra, o el Man Booker Prize por A la deriva (1979; Mondadori, 2000). El inicio de la primavera también fue nominada a este último premio.
La novela se desarrolla en la ciudad de Moscú en 1913, una época de corrupción política y miedo. En medio de estas circunstancias, Frank Reid, un pequeño empresario de origen británico, debe afrontar la marcha de su esposa, Nellie, que lo abandona junto a sus tres hijos sin darle ninguna explicación. Asesorado por su peculiar contable, Selwyn Crane, un seguidor acérrimo de Tolstói, Frank contrata a una joven aldeana, Lisa, para que se haga cargo de los niños. Lisa, que aparenta ser una chica sencilla, de la que desconfía y se compadece a la vez («Da la impresión de que lo que necesita esa chica es cuidar de sí misma, no cuidar de los demás», pág. 106), se instala en su casa y poco a poco comienza a ocupar el lugar de Nellie. De forma paralela, un estudiante se cuela de noche en la imprenta de Frank con el propósito de imprimir unos folletos clandestinos, según dice. De pronto, todo parece revuelto en la vida de Frank, y aún le queda mucho por descubrir.
Sebastian Faulks ha dicho que «Leer una novela de Fitzgerald es como subirse a un coche reluciente, y que a mitad del camino alguien tire el volante por la ventana». En efecto, sus libros son desconcertantes, difíciles de catalogar, y El inicio de la primavera no es una excepción. El lector es el primero en sentirse desorientado por el sorprendente devenir de la historia (¿qué relación tendrá el estudiante misterioso con los problemas del hogar de Frank?, por ejemplo) y por el contraste entre los diálogos cómicos, a veces rozando lo grotesco, y la profunda tristeza que se entrevé al mismo tiempo en los personajes. En palabras de Terence Dooley, su albacea literario, que firma un excelente postfacio, El inicio de la primavera es «una novela rusa en la que operan oscuras fuerzas, y una comedia de costumbres inglesa» (pág. 256); ella misma inventó el término «tragifarsa» para definir sus obras. El lado ruso no solo se ve en el paisaje, sino en los ecos tolstoianos, el carácter y las costumbres de la gente, su recibimiento de la primavera, mientras que lo inglés se encuentra en la organización de los capítulos, los diálogos ingeniosos y la faceta divertida de los personajes. Fitzgerald, además, había estado en Moscú en 1972 y conocía bien la literatura de este país.
Los personajes conforman un espléndido elenco en el que el humor se funde con la incertidumbre, porque casi nadie es lo que parece. Selwyn Crane, el poeta admirador de Tolstói, es uno de los más reveladores: bajo su apariencia de secundario cómico, se esconde una pieza fundamental de la trama. Las mujeres, asimismo, a pesar de no contar con la presencia de Frank, emergen como las verdaderas protagonistas de fondo: por un lado, Nellie, la ausente, a la que solo se conoce por un flashback que recuerda su noviazgo con Frank; por el otro, Lisa, la joven aplicada de la que también se sabe muy poco. Las dos comparten, no obstante, un halo de libertad, de rebeldía —simbolizada por sus renuncias respectivas en lo que se refiere al aspecto físico: Nellie dejó de llevar corsé y Lisa se cortó la melena— que contrasta con el carácter serio y racional de Frank, quien seguramente es el personaje más claro de todos («Si he de encontrarte un defecto, sería el de que no eres capaz de comprender la importancia de lo que queda más allá del juicio o de la razón. Y, sin embargo, en ese más allá reside todo un universo completo», pág.204-205). Todo ello, sin olvidar el papel desempeñado por los niños, sobre todo la hija mayor, que tiene ocurrencias tan crudas como hilarantes.
Ese choque entre lo racional y lo irracional, lo que queda «más allá», constituye uno de los pilares de la novela. El título ya da una pista importante: la primavera, la naturaleza, lo mítico. La historia transcurre a finales del invierno, y la llegada de la nueva estación implica transformaciones, en el paisaje y en las vidas de los protagonistas —en La flor azul, Fitzgerald también utiliza el cambio de temporada como elemento distintivo, en esa ocasión para abrir la obra: la acción arranca en una casa donde hacen la colada—. El contenido se mueve entre la realidad, marcada por una ligera crítica social de la época, y ese punto inexplicable, como en la mágica escena en el bosque de abedules, un punto álgido tan bello que por sí solo justifica la lectura de este libro. Fitzgerald es una maestra en el dominio de las elisiones, de insinuar sin contar explícitamente para que el lector haga su propia interpretación. Por ese motivo, El inicio de la primavera es una novela extraordinaria, capaz de provocar admiración por su fino retrato de Rusia y sus gentes, y de asombrar por esa sutileza que obliga a releer y a reconsiderar lo que uno ha entendido.
Penelope Fitzgerald
Fitzgerald forma parte de las interesantes escritoras anglosajonas del siglo XX que Impedimenta se está encargando de recuperar, como la también inglesa Stella Gibbons, las irlandesas Iris Murdoch y Elizabeth Bowen, y las estadounidenses Eudora Welty y Willa Cather, entre otras. Fitzgerald destaca por su agudeza, por un sentido del humor que, a diferencia de Gibbons, combina la herencia británica con esa predilección por escenarios ajenos que construye con plena convicción. El inicio de la primavera es una gran oportunidad para disfrutar de la narrativa nada convencional de la autora, de su mirada punzante, sus personajes fuera de lo común, sus imágenes evocadoras, su extrañeza, su encanto. Al final, lo que ocurre con Nellie es lo de menos (o no), porque los grandes novelistas consiguen que cada capítulo merezca la pena por sí mismo, y Fitzgerald es una de ellos.

24 febrero 2015

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19 febrero 2015

Chicas felizmente casadas - Edna O'Brien



Edición: Errata naturae, 2015 (trad. Regina López Muñoz)
Páginas: 272
ISBN: 9788415217855
Precio: 18 €

Hace poco nos lamentábamos Kate Brady y yo, mientras tomábamos unos tristes gin fizz en un bar del centro de Londres, de que nada nunca iría a mejor en nuestras vidas, de que moriríamos en el mismo estado en que nos encontrábamos: bien alimentadas, casadas, insatisfechas. Pág. 9.

La historia de siempre: todo parece indicar que con el matrimonio se alcanza la cúspide de las aspiraciones personales —al menos, las aspiraciones de dos chicas que crecieron en la Irlanda rural de los años cincuenta—, pero, cuando el ardor de los primeros años queda atrás, el «y comieron perdices» se convierte en una cortina de humo que oculta los fantasmas particulares de cada hogar (como dijo Tolstói: «las familias infelices lo son cada una a su manera»). Esos matrimonios desdichados, esas relaciones amorosas que no son lo que aparentaban ser, se retratan con toda su crudeza en Chicas felizmente casadas (1964), la novela con la que Edna O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1932), la gran dama de las letras irlandesas, pone punto final a su trilogía sobre las andanzas de Kate (antes Caithleen) y Baba, las jóvenes que, tal y como hizo ella misma, abandonaron el ambiente tradicional de su tierra y lucharon por su independencia en una época en la que las mujeres no lo tenían nada fácil.
En este tercer libro, que se puede leer sin conocer los anteriores, Las chicas de campo (1960) y La chica de ojos verdes (1960), las protagonistas viven en Londres y ya están casadas. Kate, además, es madre. En principio, han conseguido lo que querían: Kate, la chica idealista y amante de la literatura, se ha casado con su gran amor; y Baba, tan pícara como siempre, ha encontrado a un ricachón que le consiente todos sus caprichos («Corto de entendederas, aunque de buen corazón», pág. 13). Sin embargo, ese sueño de felicidad no tarda en mostrar sus fisuras, unas fisuras que, a diferencia de las partes precedentes, no se desvelan a través de la voz profunda e ingenua de Kate, sino que Baba toma el relevo y habla en primera persona con toda su mordacidad y su insolencia, aunque la autora mantiene algunos capítulos de narrador omnisciente dedicados a Kate para no perder de vista los episodios en los que su amiga no está presente.
El cambio de perspectiva es un acierto, porque permite conocer mejor a Baba —relegada a un segundo plano en las novelas anteriores—, que con su mirada aporta otra dimensión a los acontecimientos. Su voz se aleja por completo de la de Kate: Baba se expresa sin pelos en la lengua, no disimula su descaro y a menudo hace reír, a pesar de que su desenvoltura esconde, en ciertos momentos, mucha amargura. Con ella aún resulta más importante leer entre líneas, porque es de las que camuflan los problemas bajo la capa de sarcasmo. La primera persona de Baba prueba lo mucho que creció O’Brien como escritora desde que debutó con Las chicas de campo. Su dominio de la sutileza, del mostrar sin decir, es brillante —por ejemplo, el detalle de llamar a su marido por el nombre o el apellido en función de cómo esté la relación—, y destaca sobre todo en los capítulos que abren y cierran la novela, dos piezas deslumbrantes que por sí solas justifican la lectura: en el primero, resume lo esencial de los libros anteriores sin entrar en detalles y deja patente que la elección de Baba como narradora no es gratuita, mientras que en el epílogo, añadido en 1986, muestra a una mujer agotada por el paso de los años y cierra de forma digna esta espléndida trilogía.
Volviendo al contenido, las chicas están (in)felizmente casadas, y ahora que las responsabilidades han aumentado, una fiesta no basta para aliviar las penas. Las dos intentan superar esa insatisfacción, romper la monotonía, pero a veces ese paso lo empeora todo. O'Brien, como sus coetáneas Alice Munro y Anne Tyler, o como su admirada Eudora Welty, escribe sobre las mujeres y lo cotidiano, sobre aquello tan común que en ocasiones deja de «verse», aunque lo que necesita es que se examine en profundidad desde enfoques como el suyo. De este modo, Kate, como una Emma Bovary enamorada del amor (en La chica de ojos verdes, más jovencita, decía: «Los mejores hombres habitaban en los libros: hombres extraños, complejos, románticos; los que yo más admiraba», pág. 9), no tardará en descubrir la cara más dura del matrimonio —las traiciones, los reproches, la venganza—, y todo con un hijo de por medio.
La maternidad, a propósito, es otra clave de la novela. Lejos de los tópicos sobre madres bondadosas y niños ejemplares, O’Brien habla de la inseguridad que entraña el cuidado de los hijos, una inseguridad inherente a la condición de madre («Los niños, pensé. Que Dios los asista, porque no conocen a los miserables que tienen por padres», pág. 172). La autora, además, subraya la conexión entre los padres y madres de las chicas y el nuevo rol de estas, como si uno, al tener hijos, recordara más que nunca a sus progenitores y, quizá por primera vez, entendiera sus errores, que ya no lo parecen tanto, y tomara conciencia de los errores de uno mismo como hijo («”Ay, los padres”, repetí para mis adentros, pensando en que la ridícula historia se repetía una y otra vez. Sus padres, los míos —con todos los reproches que les hacíamos—, y nosotras mismas, que no éramos mucho mejores que ellos», pág. 81).
Baba, por su parte, no está mucho mejor que Kate, aunque su sentido práctico le hace las cosas más llevaderas y la saca de algún que otro apuro. («No lo odio, ni lo quiero. Lo aguanto, y él me aguanta a mí», pág. 152). Las dos, cada una con su carácter, encarnan dos conflictos matrimoniales, dos formas de enfrentarse a ellos y, por supuesto, dos desenlaces diferentes. Ninguno, no obstante, es el clásico happy-ending; la visión de las relaciones que O’Brien plantea está marcada por el dolor, por el lado más oscuro del ser humano, y lo máximo a lo que aspira no es a esa cúspide de plenitud, sino, como mucho, a aprender a vivir junto al otro, a tolerar sus defectos. La jovialidad que desprendían las primeras novelas ha dado paso al pesimismo, la desdicha, porque los problemas duelen más que a los veinte años y se carece de recursos para renovarse («Tenía ante sí a una persona a la que habían arrebatado demasiadas cosas, alguna región importante que ambas ignoraban por completo», pág. 229).
En medio del dolor, sin embargo, O’Brien analiza las desigualdades que padecían las mujeres —una crítica que no rehúye las equivocaciones de ellas mismas—, no solo las relativas al matrimonio y a la vulnerabilidad legal en caso de separación, sino del pensamiento machista en sí, de las ideas inculcadas desde que nacieron —incluido el catolicismo, del que se han alejado— y de los temas tabú que tuvieron que afrontar solas porque nadie las preparó para ellos («La vida, a fin de cuentas, era un secreto con uno mismo», pág. 174). Por ejemplo, el sexo y sus problemas, que la autora detalla aún más que en La chica de ojos verdes con el registro coloquial de Baba. O la incomodidad en la visita al ginecólogo, con una memorable escena de sinceridad descarnada por parte de la paciente («No paraba de pensar en todo lo que tienen que aguantar las mujeres; […] que te hurgasen, que te sondeasen, que te hiciesen daño. Y no sólo durante las visitas médicas; también en la noche de bodas», pág. 170).
Edna O'Brien
Y, en el fondo de todo, como un hilo tan invisible como resistente, la amistad. La amistad de dos chicas a lo largo del tiempo, desde la infancia hasta la madurez, con sus distanciamiento, pero siempre ahí en los peores momentos. Aunque en algunos tramos de los primeros libros Baba pareciera un complemento de Kate, en esta novela se evidencia que la relación entre ambas es la gran protagonista de la trilogía. Entre ellas existe una complicidad que no pueden tener con nadie más, ni con el marido, ni con los padres, ni siquiera con otras mujeres. Es el resultado de haberlo compartido todo: los paisajes de campo de la niñez, la rigidez del internado, las locuras de juventud en Dublín, el viaje definitivo a Londres, las bodas, los bautizos, la desgracia. El ciclo Las chicas de campo es también la historia de cómo dos mujeres de personalidades tan diferentes, aunque con mucho recorrido en común, evolucionan de una forma que jamás habrían imaginado. O sí, pero ya lo advirtió Oscar Wilde: «Ten cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad». Kate y Baba han aprendido lo que significa.
***
Por último, un reconocimiento a Errata naturae por dar a conocer a una gran escritora que hasta ahora solo se había editado en España con cuentagotas y sin demasiado ruido. Es de agradecer que los tres libros se hayan publicado con tanta rapidez, en poco más de un año, y que estén tan cuidados por dentro y por fuera. Una mención también para la traductora, Regina López Muñoz, por reproducir con tanta precisión las voces de Kate y Baba, sin perder ni un ápice de su frescura. El mercado literario español ha ganado mucho con Edna O’Brien y sus chicas de campo, sin duda.

17 febrero 2015

Malas palabras - Cristina Morales



Edición: Lumen, 2015
Páginas: 192
ISBN: 9788426401540
Precio: 16,90 € (e-book: 10,99 €)

En 2015 se cumplen quinientos años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús y, como ocurre ante cualquier efeméride señalada, las editoriales han acudido raudas a publicar libros sobre el tema. Entre los dedicados a Santa Teresa, hay de todo: la novela histórica Y de repente, Teresa, de Jesús Sánchez Adalid (Ediciones B); una aproximación a su vida en forma de diario en Para Vos nací, de Espido Freire (Ariel); y este texto breve, Malas palabras (Lumen), firmado por una escritora joven que le da voz en un monólogo intimista y reflexivo. Cristina Morales (Granada, 1985) es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas, y se dio a conocer con Los combatientes (Caballo de Troya, 2013). Lumen publica su segunda novela junto a una reedición de El libro de la vida, la clásica autobiografía de la santa, que en esta ocasión luce una cubierta complementaria a la de Malas palabras.

La autora sitúa Malas palabras en 1462, cuando Teresa de Jesús es una mujer madura que está preparando la fundación de un nuevo convento mientras se aloja en el palacio de su amiga Luisa de la Cerda, en Toledo. Es, además, la época en la que escribe por encargo lo que más tarde se conocerá como El libro de la vida, y junto a esta obra, Morales imagina que Teresa también redacta unas notas más personales en las que se atreve a dar rienda suelta a sus pensamientos y se muestra más sincera que nunca. Estos textos, en primera persona, se dirigen a su confesor, aunque la propia Teresa sabe que nunca podrá enseñárselos por sus contenidos comprometidos, esas malas palabras que no serían bien vistas en su entorno. Por consiguiente, su relato adquiere la forma de un desahogo para sí misma, construido de un modo un tanto disperso, para emular la sensación de estar escrito en papeles sueltos y casi a escondidas, sin el propósito de novelar.
Éxtasis de Santa Teresa, Bernini
La novela evoca el lado más personal de la santa, ya que recuerda momentos de su infancia y juventud, cuando aún era Teresa de Cepeda y Ahumada, la tercera de diez hermanos, una niña lectora e inquieta que no se resignaba a aceptar la vida tal como hacían los demás. En uno de los episodios más impactantes, la Teresa adulta se pone en la piel de su madre, doña Beatriz, que falleció tras dar a luz. Teresa, a pesar de su condición de religiosa, entiende la maternidad, entiende lo que conlleva, y entiende también la vulnerabilidad que supone para las mujeres. Le horroriza pensar en los diez partos que destrozaron a su progenitora, y hace un ingenioso juego de palabras con el nombre de esta («Beatroz») para reivindicar su voz, la que no fue escuchada. Más allá de las memorias, la Teresa que escribe se presenta como una mujer astuta, incansable en su lucha por levantar el convento, y con capacidad para escuchar a sus amigas.
Este acercamiento a la figura de Teresa de Jesús, tal como se puede adivinar, tiene mucho de retrato en clave feminista, no solo por el mencionado detalle sobre su madre, sino por la conciencia de mujer que marca el tono de la novela, una conciencia de mujer sierva de Dios, pero no por ello menos lúcida o emprendedora. Estas ideas están inmersas en el discurrir de la conciencia de su monólogo, un monólogo brillante que no cae en el «efecto panfleto» y se impregna de la personalidad atribuida a la narradora: valiente, obstinada, buena amiga, tenaz. Y divertida, también, porque en Malas palabras hay ocurrencias fantásticas que dan chispa a la voz de Teresa (como su deseo infantil, aunque bien justificado, de cambiarse el nombre) y evitan que la novela resulte demasiado seria o plana. El estilo y los puntos de interés de Morales recuerdan a los de Jenn Díaz, otra autora de su generación.
Cristina Morales
Al final, estas Malas palabras tienen bien poco de malas (y disculpad el torpe juego de palabras) y mucho de luminosas, como la mujer a la que rinden homenaje. Morales no pretende narrar la vida de Teresa de Jesús ni resumir sus aportaciones, sino encarnar a la persona con respeto y cariño, imaginar cuáles habrían sido sus confesiones más íntimas, desmitificar la imagen de señora dócil encerrada en el convento. Además, hace un gran trabajo para adaptar su registro al lenguaje de una religiosa del siglo XVI con naturalidad, sin que eso reste fluidez a la narración (no suena exactamente igual que un texto de la época, como es lógico, pero se aprecia el esfuerzo en el uso de expresiones propias de una monja y las referencias al imaginario místico-religioso). En definitiva, una buena propuesta para descubrir otra faceta de la religiosa… y para apuntar el nombre de Cristina Morales entre los autores a los que seguir la pista.
Podéis empezar a leerla aquí.

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