Edición:
Errata naturae, 2017 (trad. Regina López Muñoz)
Páginas:
168
ISBN:
9788416544264
Precio:
15,50 €
«En
el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó». Así comienza Agua salada (1998), una novela del
estadounidense Charles Simmons (1924) que versiona Primer amor (1860), la magistral nouvelle de Iván Turguénev sobre las
pasiones y los desengaños de la adolescencia. Simmons trabajó como editor y
crítico de la prestigiosa revista New
York Times Review Books y, pese a ser un autor muy poco prolífico, con este
libro consiguió lo que solo los maestros logran: escribir una obra redonda, con la fuerza de un pequeño clásico y la precisión
que solo está al alcance de los narradores más dotados. Dicen que la
primera frase resulta fundamental, que debe condensar el alma de la novela, seducir
al lector y no soltarlo. Esta, sin duda, lo logra, pero eso no es lo mejor de Agua salada. No: lo mejor es que la
última frase, ciento sesenta páginas después, es tan implacable o más que la
primera.
Al
escribir un retelling se corre el
riesgo de incurrir en el pastiche o de banalizar el original. Por fortuna,
Simmons ha sabido construir un universo literario propio, que mantiene los
paralelismos con Turguénev de forma irreprochable y, a la vez, se revela como
una creación nueva, única, personal. En lugar de la Rusia añeja, sitúa la
acción en un paraje vacacional, una
isla de la costa atlántica donde los personajes veranean. Utiliza el motivo (infalible)
del verano como época de transición a la edad adulta, un verano de sinsabores, en
el que hay amor, erotismo y aprendizaje, pero también perversión y crueldad; un
verano, en fin, de los que dejan huella. El punto de vista, precisamente, es el
de un hombre ya maduro que rememora aquellas vacaciones: Michael recuerda lo
que ocurrió aquel verano de sus quince años, un verano que iba a ser como de costumbre,
navegando en el velero con su padre y descansando en casa con su madre. Y así
era, hasta que las Mertz se instalaron en la casa de al lado.
Las
Mertz son una madre y una hija muy cosmopolitas: la primera, una atractiva
mujer divorciada; la segunda, llamada Zina, una bella joven de veinte años. El
protagonista, claro, se enamora de Zina: además de hermosa, es una chica perspicaz,
diferente a todas las que ha conocido, que le habla de Europa y hace
fotografías. Zina en sí misma es un mundo nuevo para Michael, una chica más experimentada,
la desconocida que rompe el orden; un misterio irresistible del que se queda
prendado enseguida. Como en las novelas de iniciación de Erri De Luca, que
también suelen juntar a un muchacho ingenuo con una joven más curtida en un
ambiente estival, el personaje masculino madura a lo largo del verano, narra la pérdida de la inocencia a través del
descubrimiento del amor, pero, sobre todo, del descubrimiento de la complejidad
que entraña el deseo. Porque Michael no se encuentra solo, y el mundo de los
adultos del que empieza a formar parte está lleno de claroscuros difíciles de
asimilar para un chico todavía puro, un chico que todavía no se ha roto.
Es
interesante subrayar el modo en el que este aprendizaje se integra en la cotidianeidad
del protagonista, en particular, en su análisis de los roles de la familia. En un principio, Michael es un niño
fascinado por su padre: el padre que se adentra en el mar, sin miedo al oleaje,
el padre aún atractivo, aventurero, un modelo para el hijo. En contraposición,
la madre representa el arquetipo tradicional de la mujer de su casa, apegada al
hogar, sacrificada, la pieza que intenta mantener el equilibrio aunque el
adolescente no sepa valorarla. La llegada de la señora Mertz enfatiza aún más el
papel doméstico de la madre de Michael: pese a ser de la misma quinta, ambas
mujeres tienen una imagen y unos hábitos que las sitúan en espacios simbólicos
distintos, la esposa abnegada frente a la divorciada libre de divertirse. Es
revelador que, con el tiempo, Michael sienta más empatía por su madre, la
figura en apariencia «débil» al lado del padre. Ponerse en el lugar de su madre
por un momento da otra dimensión a lo que antes pasaba por alto; crecer es,
entre otras cosas, comprender el dolor, comprender al otro.
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Charles Simmons |
Quienes
hayan leído Primer amor ya saben lo que
les pasará a Michael, Zina y compañía, aunque eso no les impedirá disfrutar
de la maravilla que es Agua salada. Sin pretender hacer nada especialmente novedoso o
arriesgado, el autor ha construido un libro bello, con elementos simbólicos
muy cuidados (como el casi ahogamiento premonitorio o la bendición del barco) y
un episodio final espléndido, una de esas escenas difíciles de olvidar. Desprende nostalgia, además de muchas cualidades que nos definen como
humanos: la fragilidad y la brutalidad, la atracción y la indiferencia, el
miedo y la redención. Es una obra de emociones
contenidas, pulcra, sutil, sin florituras, en la que la tensión va in crescendo. Al comenzar a leer, parece
una historia sencilla, inofensiva, una entre tantas; sin embargo, poco a poco se
va metiendo dentro, sin que uno se dé cuenta. Penetra como el agua: notas que te
moja, pero no eres consciente de hasta qué punto te va a calar hasta que ya es
tarde para salir indemne.
Con ese comienzo tan demoledor pica la curiosidad y las ganas.
ResponderEliminarAbsolutamente. Es una primera frase muy buena.
EliminarPUes no he leído ni Primer amor, así que hoy son dos lecturas las que me llevo. ¡Y vaya inicio!
ResponderEliminarBesotes!!!
Las dos valen mucho la pena, no te las pierdas.
EliminarLa terminé anoche casi del tirón. Qué maravilla. Además, es una buena época para leerla, ahora con la llegada del verano.
ResponderEliminarMaravillosa reseña...
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