Mostrando entradas con la etiqueta narrativa sureña. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta narrativa sureña. Mostrar todas las entradas

30 mayo 2017

Reflejos en un ojo dorado - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano)
Páginas: 144
ISBN: 9788432229930
Precio: 16,00 €

Esta entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: ya se han reseñado La balada del café triste y Frankie y la boda. En los próximos meses, más.
***
Quizá la mejor definición de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) la proporciona ella misma en esta novela, en tan solo dos palabras: delicada y grotesca. Estos adjetivos se refieren a una imagen que contemplan los personajes (el resplandor del fuego, a la vez fascinante y aterrador), pero bien podrían aplicarse a cualquiera de los libros de la autora sureña, incluido Reflejos en un ojo dorado (1941), una obra que, por tratarse de su segunda publicación, siempre estuvo, para la crítica y los lectores, un poco a la sombra de su exitoso debut, El corazón es un cazador solitario (1940), y de títulos posteriores como Frankie y la boda (1946) o La balada del café triste (1951). Con todo, los grandes escritores no tienen malas novelas: cada una es otro despliegue de su universo narrativo, de su huella singular; una oportunidad para seguir profundizando en su concepción del hecho literario, para descubrir nuevos matices, nuevos destellos. Y en McCullers, desde luego, no faltan ni matices ni destellos (de brillantez).
Delicada y grotesca. En otro contexto, estos dos adjetivos resultarían incompatibles, incluso antónimos. No obstante, como bien señala Cristina Morales en el prólogo a esta edición, McCullers demuestra que con un estilo primoroso, calmado, también se puede ser incisivo. Tal vez sea esta la forma más eficaz de punzar: poniendo el dedo en la llaga como quien no quiere la cosa, examinando situaciones de aparente normalidad en las que sin embargo hay tensiones latentes. Como comenté en mi reseña de La balada del café triste, McCullers tiene rasgos de contadora de historias de la vieja escuela, hereda recursos de la narración oral (como el adelantamiento de la acción, que lleva a cabo al principio de Reflejos en un ojo dorado) y escribe relatos próximos a la vida misma, a lo cotidiano, huyendo de la épica y las tramas intrincadas. Una de sus mayores virtudes es la sutileza: retrata a un personaje enamorado o a uno reprimido por su homosexualidad sin utilizar nunca las palabras «enamorado» u «homosexual». Para ello, se pone en la piel de un espectador privilegiado, que narra la historia en tercera persona, haciendo hincapié en los gestos visibles que permiten intuir esa emoción contenida. Su gran capacidad de observación marca la diferencia: es capaz de detectar una alteración donde otros no verían nada, como en Frankie y la boda, una novela de aprendizaje sobre una niña a la que por fuera no le ocurre gran cosa pero por dentro es un hervidero.
Reflejos en un ojo dorado condensa estas cualidades y es una predecesora clara de La balada, su obra maestra, tanto en la forma (ambas adelantan que ocurrirá un suceso trágico, en este caso, un crimen) como en el contenido (los vínculos afectivos entre un grupo de personajes). Con todo, en esta ocasión la acción no se desarrolla en un pueblo, sino en una base militar estadounidense, una institución asociada a unos valores y una idea de masculinidad que se atreve a cuestionar. La primera frase ironiza: «Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono». Eso se podría suponer, hasta que McCullers presta atención al movimiento de puertas adentro, al cuarto de las emociones silenciadas. ¿Y de qué va el libro, exactamente? Dos matrimonios: en apariencia, todo en orden; por detrás, infidelidades, una esposa deprimida, un capitán obsesionado con un soldado y un criado entrometido. Personajes que se enamoran de la persona equivocada, como en La balada. La paradoja es que ninguno es ajeno a lo que ocurre; aceptan la doble cara de su situación, asumen como normal esta existencia hipócrita.
Esto tiene consecuencias, claro. El asesinato anticipado no es más que la catarsis del malestar enquistado, aunque ese no es el único acontecimiento espeluznante que se narra. En este sentido, dos personajes sobresalen. Por un lado, el capitán Penderton, un hombre con una buena posición social, casado con una mujer que le es abiertamente infiel con un colega. Triunfador en su profesión, amargado en el hogar. El problema no es solo el descaro de su esposa: el capitán tiene dudas acerca de su identidad sexual. A lo largo de la novela, se fija en un soldado, que le hace replantearse todo lo que tiene: «En lugar de soñar con honores y altos cargos, experimentaba ahora un placer refinado al imaginarse a sí mismo como un soldado raso. […] aparecían en su imaginación los cuarteles: el clamor de las voces jóvenes y viriles, los deliciosos ocios al sol, las bromas y la camaradería» (pp. 111-112). Por supuesto, se ve obligado a controlarse… y estas circunstancias conducen a una reflexión acerca de cómo los instintos reprimidos y las humillaciones desembocan en odio, que puede ser una pasión tan intensa como el amor («Hay momentos en que el mayor anhelo de un hombre es tener a alguien a quien amar, algún punto central en que poder concentrar las emociones difusas. Y también hay momentos en que es preciso descargar en odio los disgustos, los desengaños y temores, bullentes e inquietos como espermatozoides. El desgraciado capitán no tenía a quién odiar, y en los últimos meses se había sentido muy triste.», p. 55).
El segundo personaje sobre el que quiero llamar la atención es la otra engañada, Alison, la esposa del oficial que tiene una aventura con la mujer del capitán. A diferencia de esta última, explosiva y desenvuelta, Alison es una chica discreta, fina, que se ha ido apagando («Había llegado a un punto en que tenía tanto miedo de sí misma como de los demás. Y todo aquel tiempo, a la vez que se sentía incapaz de tomar una decisión, sentía como si un gran desastre se cerniera sobre ella.», p. 42). Este personaje permite contrastar la diferente percepción de la infidelidad en función de si el engañado es un hombre o una mujer: mientras que el capitán reacciona con rabia, más por la vergüenza del qué dirán que por la traición en sí, Alison se vuelve desvalida. Se siente afligida, no tanto por el engaño como porque, si se separa del marido, quedará en una posición vulnerable, no sabe qué será de ella. McCullers narra de forma magistral cómo la perturbación se va apoderando de ella: a diferencia del capitán, Alison no dirige la violencia hacia los demás, sino hacia sí misma. Pero Alison tiene un fiel aliado: el pizpireto criado filipino, un personaje que, por su condición de «otro» (otra etnia, otra categoría social), recuerda a la criada negra de Frankie y la boda, que también sirve de apoyo para la chica blanca, y al enano jorobado de La balada. McCullers siempre está atenta a los márgenes de la sociedad, y no en vano: los protagonistas, a priori hegemónicos, socialmente aceptados (blancos bien posicionados), también devienen marginados en algún punto de su vida, al menos por dentro. La comprensión por parte del criado muestra un acercamiento peculiar entre seres menospreciados.
Carson McCullers
Para terminar, comparto el análisis de Tennessee Williams en un epílogo de 1971: en Reflejos en un ojo dorado, McCullers, además de abordar temas tabú que ponen en entredicho los principios de la sociedad de la época, da un paso adelante fundamental en su técnica narrativa. Es una novela más sobria que su debut, lo que se consideraba un defecto por la pérdida de esplendor, pero demuestra una mayor precisión estilística, una habilidad básica para controlar los excesos del lirismo juvenil. Concuerdo asimismo con su ranking de los títulos de la autora, encabezado por La balada del café triste, una obra maestra incontestable, y, en segundo lugar, la sobresaliente Frankie y la boda. En cualquier caso, más allá de las comparaciones, no cabe duda de que Reflejos en un ojo dorado es un libro notable, en el que se aprecia (una vez más) la enorme perspicacia psicológica de McCullers, esa escritora delicada y grotesca que nos enseña las costuras del pretendido orden social con la fuerza de una buena historia.
Fotogramas de la película homónima de 1967, basada en la novela y dirigida por John Huston.

12 marzo 2017

Frankie y la boda - Carson McCullers



Edición: Austral, 2013 (trad. María Campuzano)
Páginas: 240
ISBN: 9788432215490
Precio: 7,95 €
Leído en la edición en catalán de Empúries, 2009 (trad. Jordi Martín Lloret).

Esta entrada forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa con la «adopción» de Carson McCullers: empezó en enero con la reseña de La balada del café triste, y continúa ahora con esta. En los próximos meses, más.
***
«Ella hasta entonces había vivido como un insecto, un insecto que no sabe más que de la hoja de la que está colgado», escribe Natalia Ginzburg (1916-1991) en Todos nuestros ayeres (1952). Esta comparación de la muchacha inexperta con un insecto también puede aplicarse, a su manera, a la protagonista de Frankie y la boda (1946), una excelente novela de la sureña Carson McCullers (1917-1967), si bien esta última, más que centrarse en las carencias de la educación sentimental de las mujeres, explora el vacío existencial (universal, hasta cierto punto) de una adolescente solitaria que busca su sitio en un entorno que le resulta hostil. La joven Frankie, en efecto, no ha salido nunca de su pueblo del sur de Estados Unidos, del estrecho círculo íntimo que conforman sus allegados. Antes no le importaba, o, mejor dicho, ni siquiera reparaba en ello. No obstante, a sus doce años, ha entrado en una etapa de descubrimiento del mundo de los adultos con la mirada renovada de la pubertad («las cosas inesperadas no la sorprendían, solo aquello que le resultaba familiar y conocido desde hacía tiempo le provocaba una estupefacción extraña», p. 62), una mirada rebosante de atrevimiento en su exceso de ingenuidad, que en el fondo no oculta otra cosa que miedos y fragilidad.
La historia se desarrolla un verano durante la Segunda Guerra Mundial (la contienda solo es el telón de fondo), la época de aprendizaje por excelencia; muchas novelas coming-of-age se desarrollan en esta estación. En el caso de Frankie, no porque se marche a un lugar desconocido, sino, simplemente, porque las horas muertas en la cocina le dejan demasiado tiempo libre para pensar. Y su pensamiento, ese verano de sus doce años, gira en torno a la búsqueda de pertenencia: desde las primeras líneas se nos informa de que «hacía mucho tiempo que Frankie no formaba parte de nada», una idea que se repite a lo largo del libro. Las antiguas amigas la han apartado, y no tiene más afición que escribir obras de teatro. En una edad en la que el grupo de pares resulta básico para construir su identidad, Frankie se siente sola, muy sola, y cae en la trampa de creerse la única solitaria, de creer que afuera, para los demás, la vida resulta apasionante («Todo el mundo tenía a alguien para decir nosotros, todo el mundo menos ella», p. 54). A partir de aquí, sus sueños se centran en tratar de escapar a ese escenario ideal de sus imaginaciones. La noticia del matrimonio inminente de su hermano será el desencadenante: se convence a sí misma de que forma parte del núcleo que constituyen su hermano y la novia, de que después de la ceremonia se marchará con ellos. El título original, The Member of the Wedding, es muy expresivo: la chica «que no formaba parte de nada» está decidida a convertirse en «miembro» de la boda.
En realidad, Frankie no está sola: conforma un peculiar trío de inadaptados con Berenice, una criada negra que ha conocido tiempos mejores, lo más cercano a una figura maternal para Frankie; y su primo John Henry, un niño de seis años. Es huérfana de madre; y el padre, relojero (como el de la propia Carson McCullers: sus novelas tienen una base autobiográfica), apenas interviene al pasarse el día trabajando, fuera de casa. Como en La balada del café triste (1951), la autora vertebra la acción en un triángulo de personajes, todos ellos marginados a su manera, aunque en esta ocasión no se trata de un triángulo romántico sino afectivo, en el sentido de la calidez familiar. Frankie, la adolescente alejada de sus semejantes que, en su rebelión juvenil, no valora a quienes tiene cerca y solo piensa en sí misma, en sus ensoñaciones; Berenice, la criada que, además del sufrimiento por ser negra en la sociedad estadounidense de los años cuarenta, perdió a quien más amaba («Todo el mundo está atrapado de una forma u otra. Pero los límites que han trazado alrededor de la gente de color son dobles», p. 142); y John Henry, tan pequeño todavía, que se pasa el día pegado a Frankie, como una sombra invisible, que intenta llamar su atención mientras ella lo ignora. Tres personajes, en fin, excelentes. A propósito, Frankie es una especie de versión púber de la señorita Amelia de La balada del café triste: una muchacha alta, con el pelo corto y aspecto «masculino», de modales toscos y carácter huraño, rasgos que dificultan aún más su integración en el club de chicas del vecindario.
Es una paradoja atroz que Frankie vuelque su ilusión de pertenecer a algo en nada menos que una pareja de recién casados que se va de la localidad para ir a su aire; la insurrección adolescente convive con la inocencia abismal de quien se pone una venda en los ojos. La mayor parte de la novela transcurre durante los días previos a la boda, es decir, gira alrededor de los planes que hace Frankie cuando su sueño aún no se ha derrumbado. Las tres partes del libro, narradas en tercera persona, muestran la evolución de la protagonista, su iniciación a la vida adulta, con sutileza y atención a detalles como la ropa o el nombre, que adquieren una dimensión simbólica. En la primera parte, tiene el aspecto que se ha descrito, se la llama Frankie y apenas sale del espacio reducido de la cocina, donde charla con Berenice y John Henry; la Frankie niña bruta recluida en el hogar, podríamos decir. En la segunda, comienza su transformación en esa chica que aspira a ser: se viste con sus mejores galas un día cualquiera, se hace llamar F. Jasmine (para compartir iniciales con el hermano y su pareja)  y se pasea por el pueblo con aires de grandeza, un pueblo en el que (casi) todos la conocen, si bien esta vez ella se relaciona de otra manera, haciéndose la interesante. Por último, al final se convierte en Frances: recupera su nombre, pero sin el apodo infantil.
El pueblo sureño inhóspito es otro motivo recurrente en la obra de Carson McCullers que ejerce un papel relevante en el aprendizaje de la protagonista. Como en La balada del café triste, se presenta como un territorio embrutecido, de viejos conocidos pero no por fuerza bien avenidos (basta fijarse en la segregación racial o en el rechazo de Frankie por parte de las otras muchachas), un entorno del que Frankie quiere huir. En gran medida, este deseo, esta percepción peyorativa de la localidad, se fundamenta en las imaginaciones de Frankie, en el desprecio por lo conocido propio de esta etapa. Con todo, los acontecimientos demuestran que la amenaza existe, que este ambiente tiene un espacio simbólico oscuro, una realidad cruda, peligrosa para los más indefensos (no solo Frankie: la criada, que en un momento determinado cuenta su historia, ha padecido lo suyo). No todo es la boda: estos días Frankie vive otra experiencia trascendental, que, de nuevo, tiene su paralelismo con La balada del café triste. Hablando del malestar con el entorno, la autora acabó dejando su tierra natal, en Georgia, para instalarse en Nueva York, donde se relacionó con los intelectuales de la época.
Carson McCullers
Ámbito pequeño, realidad compleja. Esa podría ser la máxima de Carson McCullers, a quien se asoció a menudo con sus coetáneos Tennessee Williams, Katherine Anne Porter, William Faulkner y Eudora Welty, entre otros. Frankie y la boda se desarrolla en el tiempo pequeño de tres días, en el espacio pequeño de un pueblo, de una cocina, en las relaciones pequeñas de una muchacha, una criada y un niño, en el tema pequeño de una adolescente solitaria que emprende sin darse cuenta el camino tortuoso de hacerse adulta. Y, aun así, este reducido entramado, este ambiente doméstico, monótono, comprende una rica y fascinante vida interior. Carson McCullers, como la citada Natalia Ginzburg, posee una capacidad de observación extraordinaria para construir un relato a partir de la nada cotidiana, para expandir lo imperceptible, lo minúsculo, hasta convertirlo en una obra de múltiples capas que nos atañe a todos. La narración, precisa, sutil, incisiva, de una delicadeza que contrasta con la aspereza del lugar, revela poco a poco esa transformación progresiva de la protagonista. En suma: otra espléndida novela de una de las grandes escritoras del siglo XX.
Imágenes de la película homónima de 1952, basada en la obra y dirigida por Fred Zinnemann.

25 enero 2017

La balada del café triste - Carson McCullers



Edición: Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano; pról. Paulina Flores)
Páginas: 168
ISBN: 9788432229855
Precio: 16,00 €
Leído en la edición en catalán de L’Altra, 2016 (trad. Yannick Garcia).

Esta reseña forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a conocer la vida y la obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género. Este blog participa en la iniciativa con la «adopción» de Carson McCullers, por lo que a lo largo del año se publicarán diversas entradas sobre sus libros y su biografía.
***
Hablar de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) significa aproximarse a una voz fundamental del siglo XX, uno de los exponentes de la literatura sureña de los Estados Unidos junto con autores como William Faulkner, Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Tennessee Williams, Flannery O’Connor y Truman Capote. Escritora precoz, en 1936 publicó en la revista Story su primer cuento, «Wunderkind», escrito a los diecisiete años y recogido más tarde en el volumen La balada del café triste (1943). En 1940, a los veintitrés años, vio la luz su aclamada primera novela, El corazón es un cazador solitario. Su obra, que también comprende las novelas Reflejos en un ojo dorado (1941), Frankie y la boda (1943) y Reloj sin manecillas (1961), sus memorias Iluminación y fulgor nocturno (1999) y otros relatos, se caracteriza por su fina exploración de los personajes inadaptados o marginados por la sociedad. Ella misma tuvo una vida poco convencional, marcada desde muy joven por la enfermedad, que tras diversos ataques la dejó paralítica de un costado cuando contaba poco más de treinta años. Además, tras divorciarse de su marido, Reeves McCullers, de quien adoptó el apellido, se relacionó con mujeres, entre ellas la autora Annemarie Schwarzenbach; la homosexualidad es otro tema de su producción en el que Carson McCullers fue pionera.
En 2017 se conmemoran el centenario de su nacimiento y los cincuenta años de su muerte. Sus libros se están reeditando con nuevas cubiertas, ilustradas por Sara Morante, y prólogos de autores jóvenes. En la prensa, comienzan a proliferar los artículos y reportajes sobre esta personalidad literaria única. Se trata de una gran ocasión para leerla o releerla (aun a riesgo de hartazgo por la saturación mediática), aunque lo cierto es que Carson McCullers nunca ha dejado de estar presente en las librerías españolas, y esto da buena cuenta, no solo de su calidad, sino de la frescura de sus textos, su pervivencia. Por ejemplo, La balada del café triste, una pequeña obra maestra que comprende la novela corta de título homónimo y seis cuentos. Siete piezas que atestiguan la pericia narrativa de la autora, su ojo clínico para retratar la fragilidad del ser humano con una sutileza extraordinaria. Todos los personajes que desfilan por estas páginas atraviesan su particular punto de inflexión en el que están a punto de romperse; Carson McCullers capta el instante en el que se produce esa ruptura, sin dejarse llevar nunca por el sentimentalismo por mucho que el camino parezca inducirla a ello.
La balada del café triste
Esta magnífica nouvelle se sitúa en un «inhóspito» (sic) pueblo del sur donde no hay siquiera un local para que los lugareños se diviertan. Tiempo atrás, sin embargo, hubo un café, un café que estuvo ligado a un peculiar triángulo amoroso… y esa es la historia. El primer vértice lo conforma la señorita Amelia, una mujer con recursos pero sin familia, alta, tosca, fuerte, profundamente solitaria y taciturna; una mujer que no tiene reparos en plantar cara a quien intenta jugársela. Amelia se casó con Marvin Macy: el matrimonio duró diez días, y nadie sabe con exactitud qué ocurrió. Desde la separación, ella ha seguido regentando una tienda, la que más adelante se convertirá en café. Un día, llega de improviso el llamado primo Lymon, un enano jorobado que se instala en su casa. Nadie sabe con seguridad de dónde viene, ni si en efecto es pariente suyo, pero este forastero rompe la monotonía de la localidad. Lymon, más locuaz que Amelia, da un giro a su vida y, por extensión, a la de los vecinos, que disfrutarán del café. El triángulo se completará con el ex de Amelia, que regresa de la cárcel.

En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible, tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo inmenso, extraño y suficiente.

Carson McCullers firma este célebre pasaje sobre los roles del amante y el amado. En efecto, La balada del café triste indaga en los matices de la experiencia amorosa para cada involucrado: Amelia, Lymon y Marvin Macy, tres personajes marginados, patéticos a su manera. Lo narra con un estilo elusivo, delicado, insinuante. No hace una introspección de Amelia ni explicita sus sentimientos, sino que los deja entrever a través de los cambios que se observan desde fuera. Es decir: no cae en el tópico de contar que alguien «se ha enamorado» o «sufre por amor»; en lugar de eso, habla de las miradas, de las nuevas costumbres, del buen humor, de la generosidad para con los demás, del hecho de ponerse el vestido rojo en un determinado momento. Es muy interesante, por otro lado, la caracterización de Amelia: pese a tratarse del personaje femenino, y además «víctima» en cierto modo de las circunstancias, la autora no la endulza ni la retrata como una damisela en apuros. Sigue siendo una mujer fortachona, vestida con su mono de trabajo, terca. El hecho de que tenga una personalidad dura, impenetrable, le da más mérito aún a McCullers por ahondar en un personaje poco expresivo y mostrar su fragilidad (he recordado a la protagonista de Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, aunque la comparación debería ser al revés por la fecha de cada obra).
Pero los tres personajes no están solos: el pueblo sureño, los vecinos, tiene un papel relevante como personaje colectivo. La evolución de la localidad está correlacionada con la de Amelia: en primer lugar, la aridez, la soledad, con los hombres comprando la bebida para marcharse luego a casa; en segundo lugar, tras la llegada del primo Lymon, el periodo bueno, el nacimiento del café que promueve la unión de todos, el lugar donde compartir; y, por último, la desolación, las puertas que se cierran. Los pueblos, en literatura, suelen estar asociados a recreaciones costumbristas simpáticas, donde todos los vecinos se conocen, charlan y se ayudan. Carson McCullers les da otro enfoque: el pueblo como un lugar aislado y perverso, donde la gente mira, husmea, pero no se atreve a intervenir cuando el otro necesita auxilio. Algunos tienen buenas intenciones, pero la falta de fluidez en su relación con los implicados los frena. En suma, La balada del café triste es también un excelente retrato de un ambiente embrutecido, yermo, frío. Más allá del triángulo, invita a reflexionar sobre la capacidad del ser humano para solucionar problemas en equipo, frente al desarraigo al que lo condenan el desapego, la desconfianza y el miedo a abandonar la zona de confort.
En general, la novela examina de forma espléndida ese estado de soledad, desolación, vulnerabilidad. Es oscura, despiadada, muestra la fragilidad sin usar la palabra frágil, dejándola entrever con la observación atenta y perspicaz de cada gesto. Analizar el punto de vista resulta fundamental para entender este logro: un narrador externo, un contador de historias que introduce el relato a la vieja usanza, con recursos de la narración oral (adelantamientos, dilaciones, interrupciones, llamadas de atención al lector). Revela desde el principio que el triángulo terminó mal, tanto en lo colectivo (pueblo) como en lo individual (Amelia), y a medida que destrenza la anécdota hace pausas para indicar que aún no toca contar determinado suceso, o para recordar que pronto llegará ese desenlace fatal. Carson McCullers hace que el narrador externo acreciente la emoción por el curso de los acontecimientos, y con ello aumenta la potencia narrativa del libro. La nouvelle termina con una especie de fábula, a modo de moraleja; otro rasgo propio de los cuentos tradicionales.
Seis cuentos, seis desamparos
La balada del café triste justifica por sí sola la grandeza de este libro, pero, por si fuera poco, está acompañada de seis cuentos brillantes, en los que se vuelve a poner de manifiesto su extraordinaria sutileza y su capacidad para capturar esos instantes entre la vulnerabilidad y la transformación. El primero, «Wunderkind», escrito a los diecisiete años y de naturaleza autobiográfica —Carson McCullers estudió piano y suele usar referencias musicales—, se centra en una muchacha, antaño un prodigio del piano, que de pronto se da cuenta, como una revelación que le abre los ojos y la deprime a la vez, de que nunca será una gran pianista. Se plasma la forma de asumir que aquello que siempre había funcionado, aquello en lo que había puesto tantas esperanzas, finalmente no se dará, y no por causas ajenas, sino por ella misma, por no ser lo bastante buena. También deja entrever la relación de la chica con el profesor, cómo este intenta ayudarla para disimular sus carencias; ese complicado rol del maestro, entre el afecto por su alumna y la toma de conciencia de que algo no va bien. Un tema doloroso, abordado con una madurez sorprendente dada la juventud de la autora.
El segundo personaje herido protagoniza «El jockey», que guarda algunas similitudes con «Wunderkind»: un jinete venido a menos después de un desafortunado accidente. En esta ocasión, Carson McCullers encauza el asunto del fracaso a través de cómo lo ven otros hombres, ligados a su profesión, que lo conocían antes y lo conocen ahora. Hablan de él, se lamentan, tratan de digerir que nunca volverá a ser el mismo. Y, mientras tanto, el jinete, ajeno a las chácharas, se tortura con su obsesión por lo que pasó. A diferencia de la joven de «Wunderkind», que en un determinado momento tiene las agallas suficientes para asumir su falta y renunciar a su sueño, el protagonista de «El jockey» está trastornado porque el accidente afectó a una tercera persona. No se ha venido abajo por una pérdida de talento espontánea, sino por un suceso que le dejó profundas secuelas psicológicas. Carson McCullers muestra el carácter efímero de la estabilidad emocional, que puede romperse en un instante.
En «Madame Zilensky y el rey de Finlandia» vuelve a aparecer la música, esta vez de la mano de una profesora de música extranjera que llega para dar clases. El narrador la ha contratado para su centro, atraído por su prestigio. Sin embargo, al conocer a la mujer, detecta ciertas incoherencias en la historia que cuenta. Sigue siendo una excelente maestra, pero qué extraño resulta que una persona competente mienta más que habla… Esta pieza constituye otro ejemplo excelente de la importancia de elegir bien el punto de vista: el hecho de que el narrador sea el hombre, que desconoce a la profesora, permite que ella siga siendo un misterio para el lector. El nudo está puesto en las elucubraciones de él, las conclusiones que saca. Tampoco es baladí el hecho de que nunca se resuelva el secreto, es decir, las verdaderas circunstancias de ella. No importa: el interés está puesto en la sensación de desamparo, en la fragilidad que lleva a alguien a inventarse la vida.
Los tres últimos textos giran alrededor de las relaciones sentimentales y sus grietas. En «El transeúnte», un hombre regresa al pueblo tras el fallecimiento de su padre. De repente, la conciencia de la muerte lo empuja a recordar el pasado, del que forma parte su ex esposa. Ambos han rehecho su vida, y ahora el protagonista cena con ella, conoce a su nueva familia. El amor, el paso del tiempo, la muerte, la incógnita de lo que podría haber sido; muchas reflexiones se condensan en apenas quince páginas de aparente charla tranquila. «Un dilema doméstico», por otro lado, retrata a un matrimonio con dos hijos pequeños; ella bebe desde que tuvieron un percance. El relato, vertebrado en torno al marido a su regreso a casa un día cualquiera, retrata la tensión de convivir con alguien que padece un problema, pero a quien se sigue queriendo. El hecho de aceptar que el trastorno forma parte de la cotidianeidad, la resignación, las demostraciones de afecto a pesar de todo. Por último, «Un árbol, una roca, una nube» narra la conversación entre el cliente de un bar, un hombre maduro, y un joven recadero. El primero le cuenta la historia de su matrimonio fallido, y de las peculiares conclusiones sobre el amor a las que ha llegado, ante el desconcierto del muchacho.
Carson McCullers
Es imposible no quitarse el sombrero ante la maestría de Carson McCullers. La crítica y el análisis literario se caracterizan a menudo por un exceso de alabanzas, pero en este caso todos los halagos le hacen justicia. Qué finura, qué delicadeza para narrar la crueldad, el dolor, la angustia, el miedo. Qué capacidad de observación, qué precisión para captar solo los gestos esenciales. Qué arte para construir un relato, para elegir el punto de vista idóneo, para contar una historia que va calando poco a poco. La balada del café triste, la novela breve, es una obra excepcional, con personajes memorables de verdad (y qué pocas veces se puede decir esto…), con una reflexión de lo más lúcida sobre las categorías del amante y el amado, y una sutileza estilística fuera de lo común. Los cuentos que la acompañan no desmerecen el conjunto, y son ejemplos perfectos para estudiar en una clase de escritura creativa. Una autora, en fin, maravillosa.
Imágenes del filme basado en la novela, dirigido por Simon Callow (1991) y protagonizado por Vanessa Redgrave.

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails