Edición:
Tusquets, 2009 (trad. Juana Bignozzi)
Páginas:
120
ISBN:
9788483831083
Precio:
13,00 €
Pero perseveraba en el placer de llegar hasta el fondo de la tristeza, como en un despecho. El placer del desasosiego. No me resultaba nuevo. Lo apreciaba desde que tenía ocho años, interna en el primer colegio, religioso. Y pensaba que a lo mejor habían sido los años más bellos. Los años del castigo. Hay una exaltación, ligera pero constante, en los años del castigo, en los hermosos años del castigo.
Cuando
escribo una reseña, cuando trato de sintetizar mi análisis de una obra
en unos pocos párrafos, me siento en cierto modo una impostora.
Porque un comentario no deja de ser una perspectiva parcial, y sin duda
limitada, del alcance del libro. Podría ser más exhaustivo. Podría ser
distinto. Siempre quedan temas en el tintero, con algunos títulos más que con
otros. Y, sí, este es uno con los que esta sensación se acentúa: Los hermosos años del castigo (1989), la
cuarta novela de Fleur Jaeggy (Zúrich, 1940), una novela tan precisa, tan concentrada,
tan sutil, que resulta inabarcable. La autora, aunque suiza de nacimiento, ha
vivido en Roma, París y Milán, y escribe en italiano. Pese a ser más bien poco
prolífica (hasta la fecha ha publicado siete novelas breves y un libro de
relatos), goza de un gran prestigio por la exquisitez de sus narraciones (una
escritora de culto, podríamos decir, si bien de un tiempo a esta parte la
expresión «de culto» se ha extendido tanto que ya no actúa como un indicativo fiable).
Los
«hermosos años del castigo» remiten al internado, un distinguido internado suizo para chicas, donde la protagonista
se formó. En esta novela, escrita en primera persona, recuerda sus catorce
años, la edad de tantos despertares y tantas contradicciones, como la que evoca
el juego de palabras del título: «Ya había pasado casi siete años en el colegio
y aún no había terminado. Cuando se está allí dentro, una imagina cosas
grandiosas sobre el mundo, y cuando se sale, a veces desearía volver a oír el
sonido de la campana» (p. 21). En el centro confluían muchachas de todo el
mundo, se hablaban diversos idiomas, pero la protagonista, que no revela su
nombre (en un determinado momento sabremos que es «la italiana»), se fija en
una alumna nueva: Frédérique. Y, como en tantas historias de amistades femeninas, la narradora, en
apariencia pasiva, se deja deslumbrar por Frédérique. Esta última parece ser
«más» en todas las cualidades deseables para una adolescente encerrada: más adulta,
más atractiva, más inteligente, más experimentada. O, al menos, así es a los
ojos de la protagonista, que ansía acercarse a ella, ser su amiga. Encarnan el
tipo de relación que surge por la ambición de parecerse al otro, y en el que la
atracción es tan intensa como los celos.
La narradora reconstruye el microcosmos del internado, la particularidad que comparten todas
las jóvenes educadas en uno (porque ella misma las señala como un colectivo:
«Nos une una extraña familiaridad, un culto a los muertos», p. 94). Compara las
habitaciones, la obligación de compartirlas, con la cárcel. Cada estudiante
tiene un rol, siempre según la percepción de la protagonista: Frédérique, tan
deseada; la chica negra, hija de un jefe de Estado africano, que fue recibida
con honores por los profesores y desde entonces todas la miran con suspicacia,
recelosas de su posición social; la alemana, compañera de habitación de la
protagonista, de quien dice no recordar el nombre porque siempre le resultó
anodina, a diferencia de Frédérique. La narradora se considera a sí misma
todavía aniñada, acomplejada por no dormir aún en la zona de las mayores; una
actriz secundaria al lado de Frédérique. En el libro no falta tampoco la cuestión del distanciamiento de los padres: en un
encierro, todas arrastran, a su manera, la herida de la ausencia. La
protagonista, de forma muy sutil, deja entrever que su madre y su padre se
encuentran separados, ella está en Brasil, es la que da instrucciones sobre su
educación. La chica se rebela a esa figura materna controladora con una
traición estudiantil: en lugar de acercarse a la compañera alemana (la madre
quiere que aprenda alemán), se hace amiga de una francófona como Frédérique.
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Fleur Jaeggy |
En
la tradición de las novelas de internado, el tono de esta se acerca más a los
clásicos góticos que a las sagas alegres de Enid Blyton. No hay
una trama de terror como tal, pero el modo en el que la mujer recuerda el
pasado, sus sensaciones asociadas al colegio, rebosa angustia e
inquietud: «Mis pensamientos estaban suspendidos en el aire, tenía la impresión
de que acechaba un peligro, el peligro de vivir lo que no existe» (p. 30). El
estilo de Fleur Jaeggy suele describirse con expresiones como «una pluma
afilada como un bisturí», y no, no lo dicen en vano. Esta es una obra
profundamente intimista, en la que, más que contar una historia, evoca su
iniciación como una confesión en voz baja. Emplea metáforas que traslucen
perversión, enigma, sordidez, unas imágenes que no están tanto en los hechos
como en la mirada, que tiene un matiz oscuro. Esos
hermosos años son recordados como una perturbación: el recinto cerrado, la
rutina asilvestrada en su estricta disciplina, el vacío de algunas compañeras,
las ansias de crecer para huir de ahí y, sin embargo, la añoranza al
rememorarlos después. El resultado es una
voz desasosegante e incisiva, que envuelve (y eriza) desde la primera
página. Contundente.
Cita
inicial en cursiva de la página 85.
Voy a tener que dejarme de pasar por aquí. Siempre me descubres novelas, autores... Y siempre me dejas con muchas ganas de leerlas. Habrá que probar suerte en la biblio, porque el bolsillo no da para más.
ResponderEliminarBesotes!!!
Fleur Jaeggy es buenísima. Espero que tengas suerte y la encuentres.
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