Edición:
Pre-Textos, 2001 (trad. Andrés Trapiello)
Páginas:
128
ISBN:
9788481913996
Precio:
12,00 €
Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991) escribió Las palabras de la
noche (1961) durante una breve estancia en Londres. Esto ocurrió cerca de
diez años después de publicar la que muchos consideran su obra maestra, Todos nuestros ayeres (1952), una novela
que, siguiendo las peripecias de una muchacha, recorre el devenir de una familia
desde antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial hasta la liberación de Italia, narrada con una «escritura hablada» que es sin duda una de las marcas de
la autora, siempre próxima a la oralidad, al universo de lo cotidiano en forma
y fondo. Las palabras de la noche
comparte (e incluso acentúa) este último rasgo, aunque, en conjunto, su alcance
resulta menor, en el sentido de que limita la acción a dos personajes y se
desarrolla durante poco tiempo, por lo que se pierde esa dimensión macrohistórica
que tienen tanto Todos nuestros ayeres
como Léxico familiar (1963, Premio
Strega). Aun así, un menor alcance no significa una calidad inferior, ya que
Natalia Ginzburg también posee las herramientas para brillar en la distancia
corta, como había demostrado, por ejemplo, en la magnífica Y eso fue lo que pasó (1947).
Las palabras de la
noche sugiere, desde su título (en el original, Le voci della sera, es decir, Las voces de la noche, más exacto), una
reflexión sobre el ejercicio de hablar, de conversar, y, en concreto, de dialogar
en la intimidad, de noche, en circunstancias que distancian este gesto de las
charlas triviales a la luz del día. Pero vayamos paso a paso. Está narrada en
primera persona por Elsa, una chica de veintisiete
años, burguesa y de provincias, aún soltera. Y esto, en la posguerra, supone
un conflicto, más para la familia que para ella misma. Elsa entronca, por su
carácter discreto, ingenuo hasta cierto punto, con otras protagonistas de
Natalia Ginzburg; aunque, a diferencia de las de Y eso fue lo que pasó y Todos nuestros ayeres, todavía no conoce el matrimonio ni la desesperación que
puede provocar en las mujeres. La joven se encuentra en esa etapa, en
apariencia provisional, entre la dependencia de los padres y la dependencia
(futura e hipotética) del marido. Sin embargo, Elsa tiene un secreto: se ve a escondidas con un chico del pueblo,
Tommasino; los dos escapan a la ciudad para encontrarse.

La
opresión del campo se despliega,
además, con el relato de la familia de Tommasino, al que se dedica un número de
páginas nada despreciable. El padre, un trabajador que subió de estatus gracias
a una fábrica; algunos hermanos, que cayeron en desgracia; una cuñada,
terriblemente infeliz. En particular, se hace hincapié en los fracasos
personales, producidos en el momento de encauzar sus vidas (sí: la etapa que
atraviesan tanto Elsa como Tommasino): vivencias de gente que se equivocó al
contraer matrimonio, que se enfrentó a las dudas, el miedo. En cierto modo, todos
son víctimas de sus familias, bien por la figura de una madre dominante
(también para la protagonista), bien por la (mala) fama que se cierne sobre los
de su estirpe después de un acontecimiento grave, una fama de la que resulta
difícil liberarse en un pueblo. Natalia Ginzburg pone de relieve que no son
excepciones: todos, en mayor o menor medida, tienen sus tensiones, nada
garantiza el bienestar, pero no moverse, quedarse estancado en esta fase,
tampoco. Las esperanzas truncadas forman parte del aprendizaje inevitable de
cualquier adulto. Como la soledad, la melancolía, la incomprensión.
La
cultura rural se relaciona con las charlas a las que aludía antes. Volvamos al
título, a la reflexión sobre la naturaleza de las «voces». El estilo de la
autora en esta novela tiene una particularidad: se apoya mucho en el diálogo, en las conversaciones (a
diferencia de títulos como Todos nuestros ayeres, en los que no hay ni una sola raya de diálogo y lo hablado se
integra en el párrafo). No se trata, en general, de charlas profundas, sino que
presta atención a todos los comentarios banales con los que se llena el
silencio (el ruido, los podríamos llamar). Se utilizan exclamaciones, lenguaje
coloquial; Natalia Ginzburg tiene la habilidad de captar con precisión la
frescura del habla de la gente corriente (una capacidad que ya le sirvió para
hilar sus memorias familiares, Léxico familiar). Incluso, en ocasiones, aparecen varios parlamentos seguidos de
un mismo personaje, una forma singular de mostrar que el interlocutor permanece
callado («—Estamos casi siempre en silencio, porque hemos empezado a enterrar
lo que pensamos, muy hondo, en lo más profundo de nosotros. Después, cuando
volvamos a hablar, diremos sólo cosas inútiles.», p. 113). Con estos recursos,
consigue que, con una narración en primera persona, queden representadas las
voces de muchos personajes. No impone una gran introspección de la
protagonista: se siente más cómoda escuchando que exponiendo sus ideas en
voz alta, pone a los demás por delante de sí misma, y con esto dice más de su
persona de lo que podría expresar con palabras.
Esta
atención al diálogo, no obstante, conduce a una paradoja: pocas veces se habla
de lo importante, pocas veces se expresa lo que uno piensa de verdad;
aunque, en cualquier caso, la conducta que cada uno escoge en torno al hecho de
hablar (o callar) da mucha información acerca de su forma de ser. La novela se
apoya en una estructura circular: comienza y termina con el parloteo incesante
de la madre de Elsa, una mujer acaparadora, cotilla y quejica. Ese parloteo
trivial de quienes charlan por ocupar el tiempo o para hacerse notar contrasta
con el secretismo (incluso el hermetismo) de los enamorados, que ocultan la
relación a sus familias. En apariencia, la comunicación entre Elsa y su madre
es fluida, se las puede ver pasear juntas, en actitud amigable; a la hora de la
verdad, sin embargo, los silencios pesan más que esos largos diálogos de
palabras huecas y preocupaciones vanas. Natalia Ginzburg retrata así dos puntos
clave de la vida cotidiana: la dificultad
para comunicarse y, a la vez, la utilidad de los asuntos fútiles para
romper la frialdad y mantener la unión pese a todo («—Es por tener un poco de
conversación —dijo mi madre—. ¿Quieres que nos pasemos toda la noche mirándonos
a los ojos? Se cuentan cosas, se habla. Se dice esto, lo otro, lo de más
allá.», p. 102).
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Natalia Ginzburg |
Natalia
Ginzburg escribe siempre con una ligereza aparente que le permite ahondar en la
psicología de sus personajes. Sus novelas son muy cercanas a la vida, al día a
día, a lo común. Con un estilo claro y
conciso, libre de artificios recargados, pone el dedo en la llaga en los
conflictos de los personajes, a los que muestra no
solo a través de lo que dicen, sino, y sobre todo, de lo que hacen y lo que
callan. Es una narradora muy, muy inteligente, de esa inteligencia que ni se
nota, porque no busca el alarde, tan solo deja que la historia fluya,
adaptándose a las necesidades de esta. Y lo consigue
gracias a un estilo limpio, tan sencillo que hace que parezca fácil escribir,
aunque es bien sabido que cuesta mucho depurar la voz hasta lograr esa
pulcritud. Hoy, medio siglo después de su publicación, Las palabras de la noche sigue siendo una novela que nos atañe, que
habla de nosotros y de lo que nos vuelve vulnerables. Como Y eso fue lo que pasó. Como Todos nuestros ayeres. Como Léxico familiar.
Como Querido Miguel. Como… como todo
lo que escribió esta escritora extraordinaria.
Imágenes
de la película Las voces de la noche
(2004), una adaptación de la novela de Salvador García Ruiz.
A esta autora sí que la conocía, aunque aún no he leído nada de ella. Parece este libro que nos traes ideal para estrenarme.
ResponderEliminarBesotes!!!
Mis preferidos de Natalia Ginzburg son "Léxico familiar", "Querido Miguel" y "Todos nuestros ayeres", pero todo lo que escribió es bueno, así que con cualquier título acertarás.
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