Edición:
Seix Barral, 2017 (trad. María Campuzano; pról. Paulina Flores)
Páginas:
168
ISBN:
9788432229855
Precio:
16,00 €
Leído en la edición en catalán de
L’Altra, 2016 (trad. Yannick Garcia).
Esta
reseña forma parte del proyecto #AdoptaUnaAutora, que tiene como objetivo dar a
conocer la vida y la obra de escritoras de cualquier época, nacionalidad y género.
Este blog participa en la iniciativa con la «adopción» de Carson McCullers, por
lo que a lo largo del año se publicarán diversas entradas sobre sus libros y su
biografía.
***
Hablar
de Carson McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) significa aproximarse a
una voz fundamental del siglo XX, uno de los exponentes de la literatura sureña de los Estados Unidos junto
con autores como William Faulkner, Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Tennessee
Williams, Flannery O’Connor y Truman Capote. Escritora precoz, en 1936 publicó
en la revista Story su primer cuento,
«Wunderkind», escrito a los diecisiete años y recogido más tarde en el volumen La balada del café triste (1943). En
1940, a los veintitrés años, vio la luz su aclamada primera novela, El corazón es un cazador solitario. Su
obra, que también comprende las novelas Reflejos
en un ojo dorado (1941), Frankie y la
boda (1943) y Reloj sin manecillas
(1961), sus memorias Iluminación y fulgor
nocturno (1999) y otros relatos, se caracteriza por su fina exploración de
los personajes inadaptados o marginados
por la sociedad. Ella misma tuvo una vida poco convencional, marcada desde muy
joven por la enfermedad, que tras diversos ataques la dejó paralítica de un
costado cuando contaba poco más de treinta años. Además, tras divorciarse de su
marido, Reeves McCullers, de quien adoptó el apellido, se relacionó con mujeres, entre ellas la autora Annemarie Schwarzenbach; la homosexualidad es otro tema de su
producción en el que Carson McCullers fue pionera.
En
2017 se conmemoran el centenario de su nacimiento y los cincuenta años de su
muerte. Sus libros se están reeditando con nuevas cubiertas, ilustradas por
Sara Morante, y prólogos de autores jóvenes. En la prensa, comienzan a
proliferar los artículos y reportajes sobre esta personalidad literaria única. Se
trata de una gran ocasión para leerla o releerla (aun a riesgo de
hartazgo por la saturación mediática), aunque lo cierto es que Carson McCullers
nunca ha dejado de estar presente en las librerías españolas, y esto da buena
cuenta, no solo de su calidad, sino de la frescura de sus textos, su pervivencia.
Por ejemplo, La balada del café triste,
una pequeña obra maestra que comprende la novela corta de título homónimo y
seis cuentos. Siete piezas que atestiguan la pericia narrativa de la autora, su
ojo clínico para retratar la fragilidad
del ser humano con una sutileza extraordinaria. Todos los personajes que
desfilan por estas páginas atraviesan su particular punto de inflexión en el
que están a punto de romperse; Carson McCullers capta el instante en el que se
produce esa ruptura, sin dejarse llevar nunca por el sentimentalismo por mucho que el
camino parezca inducirla a ello.
La
balada del café triste
Esta magnífica nouvelle se sitúa en un «inhóspito» (sic) pueblo del sur donde no hay
siquiera un local para que los lugareños se diviertan. Tiempo atrás, sin
embargo, hubo un café, un café que estuvo ligado a un peculiar triángulo amoroso… y esa es la
historia. El primer vértice lo conforma la señorita Amelia, una mujer con recursos
pero sin familia, alta, tosca, fuerte, profundamente solitaria y taciturna; una
mujer que no tiene reparos en plantar cara a quien intenta jugársela. Amelia se casó con Marvin Macy: el matrimonio duró diez días, y nadie
sabe con exactitud qué ocurrió. Desde la separación, ella ha seguido regentando
una tienda, la que más adelante se convertirá en café. Un día, llega de
improviso el llamado primo Lymon, un enano jorobado que se instala en su casa.
Nadie sabe con seguridad de dónde viene, ni si en efecto es pariente suyo,
pero este forastero rompe la monotonía de la localidad. Lymon, más locuaz que
Amelia, da un giro a su vida y, por extensión, a la de los vecinos, que disfrutarán del café. El triángulo se completará con el ex de Amelia,
que regresa de la cárcel.
En primer
lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser
una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las
dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos
proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más
que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante.
No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el
fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva
y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida,
alojar su amor en su corazón del mejor modo posible, tiene que crearse un nuevo
mundo interior, un mundo inmenso, extraño y suficiente.
Carson
McCullers firma este célebre pasaje sobre los roles del amante y el amado. En
efecto, La balada del café triste
indaga en los matices de la experiencia amorosa para cada involucrado: Amelia,
Lymon y Marvin Macy, tres personajes marginados, patéticos a
su manera. Lo narra con un estilo elusivo,
delicado, insinuante. No hace una introspección de Amelia ni explicita sus
sentimientos, sino que los deja entrever a través de los cambios que se
observan desde fuera. Es decir: no cae en el tópico de contar que alguien «se
ha enamorado» o «sufre por amor»; en lugar de eso, habla de las miradas, de las
nuevas costumbres, del buen humor, de la generosidad para con los demás, del
hecho de ponerse el vestido rojo en un determinado momento. Es muy interesante,
por otro lado, la caracterización de Amelia: pese a tratarse del personaje
femenino, y además «víctima» en cierto modo de las circunstancias, la autora no
la endulza ni la retrata como una damisela en apuros. Sigue siendo una mujer
fortachona, vestida con su mono de trabajo, terca. El hecho de que tenga una
personalidad dura, impenetrable, le da más mérito aún a McCullers por ahondar
en un personaje poco expresivo y mostrar su fragilidad (he recordado a la
protagonista de Olive Kitteridge, de
Elizabeth Strout, aunque la comparación debería ser al revés por la fecha de
cada obra).
Pero
los tres personajes no están solos: el
pueblo sureño, los vecinos, tiene un papel relevante como personaje
colectivo. La evolución de la localidad está correlacionada con la de Amelia: en
primer lugar, la aridez, la soledad, con los hombres comprando la bebida para
marcharse luego a casa; en segundo lugar, tras la llegada del primo Lymon, el
periodo bueno, el nacimiento del café que promueve la unión de todos, el lugar
donde compartir; y, por último, la desolación, las puertas que se cierran. Los
pueblos, en literatura, suelen estar asociados a recreaciones costumbristas
simpáticas, donde todos los vecinos se conocen, charlan y se ayudan. Carson
McCullers les da otro enfoque: el pueblo como un lugar aislado y perverso,
donde la gente mira, husmea, pero no se atreve a intervenir cuando el otro necesita
auxilio. Algunos tienen buenas intenciones, pero la falta de fluidez en su relación
con los implicados los frena. En suma, La
balada del café triste es también un excelente retrato de un ambiente
embrutecido, yermo, frío. Más allá del triángulo, invita a reflexionar sobre la
capacidad del ser humano para solucionar problemas en equipo, frente al
desarraigo al que lo condenan el desapego, la desconfianza y el miedo a
abandonar la zona de confort.
En
general, la novela examina de forma espléndida ese estado de soledad,
desolación, vulnerabilidad. Es oscura, despiadada, muestra la fragilidad sin
usar la palabra frágil, dejándola entrever con la observación atenta y
perspicaz de cada gesto. Analizar el
punto de vista resulta fundamental para entender este logro: un narrador
externo, un contador de historias que introduce el relato a la vieja usanza,
con recursos de la narración oral (adelantamientos, dilaciones, interrupciones,
llamadas de atención al lector). Revela desde el
principio que el triángulo terminó mal, tanto en lo colectivo (pueblo) como en
lo individual (Amelia), y a medida que destrenza la anécdota hace pausas para
indicar que aún no toca contar determinado suceso, o para recordar que pronto
llegará ese desenlace fatal. Carson McCullers hace que el narrador externo acreciente
la emoción por el curso de los acontecimientos, y con ello aumenta la potencia
narrativa del libro. La nouvelle
termina con una especie de fábula, a modo de moraleja; otro rasgo
propio de los cuentos tradicionales.
Seis cuentos, seis
desamparos
La balada del café
triste justifica por sí sola la grandeza de este libro, pero,
por si fuera poco, está acompañada de seis cuentos brillantes, en los que se vuelve
a poner de manifiesto su extraordinaria sutileza y su capacidad para capturar
esos instantes entre la vulnerabilidad y la transformación. El primero, «Wunderkind»,
escrito a los diecisiete años y de naturaleza autobiográfica —Carson McCullers
estudió piano y suele usar referencias musicales—, se centra en
una muchacha, antaño un
prodigio del piano, que de pronto se da cuenta, como una revelación que le
abre los ojos y la deprime a la vez, de que nunca será una gran pianista. Se
plasma la forma de asumir que aquello que siempre había funcionado, aquello en
lo que había puesto tantas esperanzas, finalmente no se dará, y no por causas
ajenas, sino por ella misma, por no ser lo bastante buena. También deja
entrever la relación de la chica con el profesor, cómo este intenta ayudarla
para disimular sus carencias; ese complicado rol del maestro, entre el afecto
por su alumna y la toma de conciencia de que algo no va bien. Un tema doloroso,
abordado con una madurez sorprendente dada la juventud de la autora.
El
segundo personaje herido protagoniza «El jockey», que guarda algunas
similitudes con «Wunderkind»: un jinete venido a menos después de un desafortunado
accidente. En esta ocasión, Carson McCullers encauza el asunto del fracaso a través de cómo lo ven otros
hombres, ligados a su profesión, que lo conocían antes y lo conocen ahora.
Hablan de él, se lamentan, tratan de digerir que nunca volverá a ser el mismo.
Y, mientras tanto, el jinete, ajeno a las chácharas, se tortura con su obsesión
por lo que pasó. A diferencia de la joven de «Wunderkind», que en un
determinado momento tiene las agallas suficientes para asumir su falta y renunciar
a su sueño, el protagonista de «El jockey» está trastornado porque el accidente
afectó a una tercera persona. No se ha venido abajo por una pérdida de talento
espontánea, sino por un suceso que le dejó profundas secuelas psicológicas. Carson
McCullers muestra el carácter efímero de la estabilidad emocional, que puede
romperse en un instante.
En
«Madame Zilensky y el rey de Finlandia» vuelve a aparecer la música, esta vez
de la mano de una profesora de música extranjera que llega para dar clases. El
narrador la ha contratado para su centro, atraído por su prestigio. Sin
embargo, al conocer a la mujer, detecta ciertas incoherencias en la historia que
cuenta. Sigue siendo una excelente maestra, pero qué extraño resulta que una
persona competente mienta más que habla… Esta pieza constituye otro ejemplo
excelente de la importancia de elegir bien el punto de vista: el hecho de que
el narrador sea el hombre, que desconoce a la profesora, permite que ella siga
siendo un misterio para el lector. El nudo está puesto en las elucubraciones de
él, las conclusiones que saca. Tampoco es baladí el hecho de que nunca se
resuelva el secreto, es decir, las verdaderas circunstancias de ella. No
importa: el interés está puesto en la sensación de desamparo, en la fragilidad
que lleva a alguien a inventarse la vida.
Los
tres últimos textos giran alrededor de las relaciones
sentimentales y sus grietas. En «El transeúnte», un hombre regresa al
pueblo tras el fallecimiento de su padre. De repente, la conciencia de la muerte
lo empuja a recordar el pasado, del que forma parte su ex esposa. Ambos han
rehecho su vida, y ahora el protagonista cena con ella, conoce a su nueva
familia. El amor, el paso del tiempo, la muerte, la incógnita de lo que podría
haber sido; muchas reflexiones se condensan en apenas quince páginas de
aparente charla tranquila. «Un dilema doméstico», por otro lado, retrata a un
matrimonio con dos hijos pequeños; ella bebe desde que tuvieron un percance. El
relato, vertebrado en torno al marido a su regreso a casa un día cualquiera,
retrata la tensión de convivir con alguien que padece un problema, pero a quien
se sigue queriendo. El hecho de aceptar que el trastorno forma parte de la
cotidianeidad, la resignación, las demostraciones de afecto a pesar de todo.
Por último, «Un árbol, una roca, una nube» narra la conversación entre el
cliente de un bar, un hombre maduro, y un joven recadero. El primero le cuenta
la historia de su matrimonio fallido, y de las peculiares conclusiones sobre el
amor a las que ha llegado, ante el desconcierto del muchacho.
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Carson McCullers |
Es
imposible no quitarse el sombrero ante la maestría de Carson
McCullers. La crítica y el análisis literario se caracterizan a menudo por un exceso de alabanzas, pero en este caso todos los halagos le
hacen justicia. Qué finura, qué delicadeza
para narrar la crueldad, el dolor, la angustia, el miedo. Qué
capacidad de observación, qué precisión para captar solo los
gestos esenciales. Qué arte para construir un relato, para elegir el punto de vista idóneo, para contar una historia que va calando poco a poco. La balada del café triste, la novela
breve, es una obra excepcional, con personajes memorables de verdad (y qué
pocas veces se puede decir esto…), con una reflexión de lo más lúcida sobre las
categorías del amante y el amado, y una sutileza estilística fuera de lo común.
Los cuentos que la acompañan no desmerecen el conjunto, y son ejemplos
perfectos para estudiar en una clase de escritura creativa. Una autora, en fin,
maravillosa.
Imágenes del filme basado en la novela, dirigido por Simon Callow (1991) y protagonizado
por Vanessa Redgrave.