Edición: Lumen, 2014
(trad. Aurora Echevarría)
Páginas: 1152
ISBN: 9788426422439
Precio: 24,90 €
(e-book: 12,99 €)
En
una época en la que los escritores publican una nueva novela cada dos o tres
años, sorprende encontrar a una novelista que marca su propio ritmo, se lo toma
con calma y deja que el mercado sea el que se adapte a ella, no al revés. Este
es el caso de la norteamericana Donna Tartt (Greenwood, Misisipi, 1963), que
debutó en 1992 con El secreto, de
gran éxito internacional. Cuando muchos ya pensaban que se la recordaría como
la autora de una sola obra, en 2002 reapareció con Un juego de niños. Finalmente, tras otros diez años de trabajo, en
2013 vio la luz El jilguero, reciente
Premio Pulitzer, un novelón de más de mil páginas que ya ha vendido un millón
de ejemplares en todo el mundo y se ha ganado el aplauso de los críticos, hasta
el punto de que la faja de la edición española lo presenta como «El primer
clásico del siglo XXI». ¿Publicidad inflada o genio extraordinario? Nada mejor
que comprobarlo por uno mismo.
Niño con cuadro
 |
El jilguero (1654) |
La
acción arranca con un Theo Decker adulto que nos habla desde la habitación de
un hotel de Ámsterdam. No explica qué hace allí; solo dice que es donde ha
vuelto a soñar con su madre, fallecida hace más de diez años en un atentado terrorista en un museo de Nueva
York. Theo empieza a rememorar su vida a partir de este suceso, acontecido cuando
era un adolescente. Él también estuvo en el lugar de los hechos, pero corrió
mejor suerte y, además de salvarse, rescató
un cuadro, El jilguero (1654),
del pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y maestro de
Vermeer. Entonces Theo desconocía la historia de esta obra y no podía ni
imaginar que ya se había salvado de otra explosión, siglos atrás. Él se limitó
a seguir las indicaciones de un anciano herido que, sin ser apenas consciente de
ello, le cambió la vida.
Theo,
el «niño con calavera» del primer capítulo, se queda huérfano de madre, y sigue
adelante con la obra en la maleta y el recuerdo de una chica pelirroja que vio
justo antes de que todo estallara. Son los movimientos del cuadro los que determinan
el hilo conductor y, a la larga, desembocan en una trama de intriga relacionada con el tráfico de obras de arte. No
obstante, el libro es mucho más que suspense: por encima de todo, El jilguero habla de la naturaleza
humana, de la entrada en la adultez, del paso del tiempo, de lo que regresa y
lo que se pierde para siempre, de la amistad y el amor, de los miedos, los
traumas y los errores, de atreverse a vivir pese a saber que todo termina con
la muerte. ¿Qué tienen las grandes novelas para merecer este calificativo? Hay
un rasgo frecuente que repercute tanto en su valor literario como en la
capacidad de implicar al lector: unos personajes
que atañen, que importan. Theo y sus acompañantes tienen esa fuerza, nacen
de la observación de la calle y no admiten encasillamientos. Ni héroes ni víctimas;
solo son ellos mismos, naturales y perfectamente imperfectos.
Vidas marginales
Como
hizo Dickens en el siglo XIX, Tartt explora los recodos marginales de nuestros tiempos, como una forma de
destapar esos ambientes que las instituciones tienden a ocultar o a tratar con
condescendencia. En este sentido, la apuesta por dos amigos adolescentes
funciona muy bien para llevar el peso de la trama: Theo, el chaval neoyorkino
que se ve forzado a abandonar una existencia ordenada para marcharse a Las
Vegas con su padre; y Boris, un chico que ha vivido mucho, que es de todas
partes y de ninguna, que no se sorprende por nada. Boris, tan astuto, tan
pícaro, me parece uno de los mejores secundarios que he encontrado nunca; sin
él, esta novela perdería la mitad de su poderío (a modo de aperitivo, llama a
Theo «Harry Potter» por las gafas y la ropa de niño bueno).
Theo
pasa de la rutina estable controlada por una madre responsable a las drogas y el descontrol, de la mano
de Boris y ante la indiferencia de un padre alcohólico y adicto al juego. Pero
cuidado: la novela no pretende proclamar la manida moraleja sobre los peligros
de la drogadicción ni regodearse en la desgracia de ser hijo de un borracho
ludópata. Si El jilguero resulta
interesante es por contar estas vivencias desde la perspectiva del consumidor, con toda su brutalidad y sin discursos políticamente
correctos. Algunas críticas señalan un exceso de episodios sobre drogas,
pero las considero fundamentales para reflejar hasta qué punto las pastillas se
convierten en una adicción o, más bien, una necesidad
para sobrevivir en un entorno hostil.
Theo
y Boris llevan lo que se llama «mala vida», pero al adentrarse en ella se
constatan las contradicciones que la conforman: tienen dignidad («Es muy
distinto, Potter. […] Robar a una persona trabajadora o robar a una empresa
grande y rica que roba a la gente.», pág. 371); devoran libros con fruición
(Dickens, Thoreau, Steinbeck, etc.), en contra de la idea de la cultura
elitista; y el trato con sus progenitores supera el arquetipo de padre
alcohólico pasota, con especial atención a las particularidades de la embriaguez:
la violencia, los arrepentimientos, los intereses. Por supuesto, hay un gran relato de amistad, que va del
descubrimiento adolescente a la diferente conexión entre dos adultos. Aunque
Theo piensa mucho en la chica pelirroja, probablemente la relación más
extraordinaria de El jilguero es la
de su amistad con Boris.
Además,
en Las Vegas está Xandra, un personaje tan divertido como perverso y muy propio
de nuestra época (algo así como la «choni»): cuarentona, soltera, sin hijos,
trabajo precario, ni guapa ni fea, cuida su físico, ropa hortera, malhablada,
indiferente, drogadicta también. El contraste entre ella y los otros dos perfiles
femeninos de su quinta es digno de subrayar: la madre de Theo, que sería el
modelo de mujer moderna sensata, madre y profesional a la vez; y la señora
Barbour, representante de una alta sociedad que no encuentra su encaje en este
imperio de la clase media, una paradoja entre la apariencia opulenta y el
oscuro interior de la familia, pero, en el fondo, más cabal y emotiva que la
fría Xandra.
La cultura de las apariencias
Más
allá de lo personal, El jilguero también
interesa por transcurrir en los últimos años y plantear, de forma directa o
sutil, algunos temas conflictivos de la
actualidad, como el atentado que abre la novela, la demostración más cruel
de lo que es capaz el ser humano en el primer mundo del siglo XXI. ¿Por qué la
madre no muere de una enfermedad o en un accidente anodino? Me decanto por tres
motivos: relacionar esta explosión con la que ya sufrió el cuadro, establecer
un vínculo entre Theo y Pippa (la chica pelirroja, que resultó herida) y, por
qué no, por el simple deseo de mostrar esa irracionalidad, del mismo modo que
muestra los ambientes marginales. De manera secundaria, se plasma el
multiculturalismo de Nueva York, con la presencia de personajes hispanos y
asiáticos, casi siempre de clase social modesta, como los porteros.
En
segundo lugar, la parte de Las Vejas (y por extensión, todo lo que sigue) me
parece una inteligentísima crítica a la
cultura de las apariencias. La elección de este escenario —el desierto, la
ciudad de mentira— enfatiza la oposición entre lo sugestivo de la publicidad y
la miseria de los muchachos. Lo que le ocurre a Theo se puede entender como el
abandono de la sociedad estable, protegido por su madre, para entrar en un
mundo de falsas esperanzas, no solo por la mala vida, sino por el hecho mismo
de hacerse adulto y comprender que no siempre se es como se querría ser, por
mucho que la sociedad invite a luchar por ello (un modelo social hipócrita,
fuente de frustraciones). El American way
of life se cuestiona: Boris —qué importante es Boris, qué importante es que
no se identifique con ningún país, pero que sea más de la Europa del Este que
de Occidente— proporciona otra mirada al liderazgo de los Estados Unidos
posterior a la desintegración de la Unión Soviética («Estados Unidos solo acosa
a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos», pág. 375, «La
democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia…, la codicia…, la
estupidez…, todo está bien si lo hacen los estadounidenses.», pág. 396). El
tono adolescente, la sinceridad brutal de Boris, refuerza el mensaje por la
pasión de sus palabras.
Por
otro lado, con un cuadro como eje conductor, el libro no podía olvidarse del tráfico ilegal de obras de arte y el turbio
negocio de las antigüedades, que invitan a reflexionar sobre la frontera
entre lo que es arte y lo que no lo es, la diferencia entre el valor cultural y
el precio, las falsificaciones y la ignorancia del ciudadano medio al respecto.
En cierto modo, Tartt relaciona la esencia del arte (representada por un
clásico como El jilguero) con la
esencia de la vida, eso que Theo trata de encontrar; y es que, como ocurre con la
vida, a veces lo que rodea al arte lo convierte en una falsa ilusión que lo
aleja de sus principios. ¿Y cómo superarlo? La autora propone el amor, el amor al arte (y a la vida) como motor
para seguir, para no olvidar esa esencia. Sobra decir que muchas ideas que
sugiere sobre las artes plásticas se aplican también a la literatura.
El bien y el mal, o lo de en medio
En
el fondo, El jilguero nos pregunta por
qué damos por válido un sistema social si hay tanta gente que no encaja en él,
si las reglas son a veces un cinturón que constriñe y aun así no evita los
actos salvajes. Pero la intención no es (solo) lanzar una crítica social, sino
dar cuenta de la complejidad del mundo
actual y la imposibilidad de explicarlo con categorías simples. Las
reflexiones finales se centran en la escala de grises entre lo bueno y lo malo,
los peligros de encasillar una acción o un individuo, sin considerar sus
razones para actuar así. No siempre logramos ser lo que querríamos ser o, mejor
dicho, lo que nos convendría ser. A
veces ni siquiera lo intentamos, porque no podemos o porque ese estilo de vida
cuestionable es la única forma de mantenernos a flote. Somos humanos, criaturas
imperfectas por naturaleza y por nuestro empeño en aspirar a un patrón
inalcanzable. Los personajes de El
jilguero actúan por ellos mismos, sin justificarse, sin victimizarse. Son
como son, y tal vez por eso resultan tan crudos, tan únicos, tan vivos.
Crecer,
para Theo, supone abrir los ojos, tomar conciencia de que nunca se llega a
tener certeza de nada, salvo de lo que siente uno mismo. En algunos aspectos, puede
parecer un libro pesimista, nihilista, pero, pese a los traumas, pese al
desamor, pese al miedo, Theo no se rinde
y anima a vivir, a ser valiente, porque solo la valentía, unida al amor (no
como sentimiento romántico contemplativo, sino como fuerza interior que impulsa
a moverse y a crear), es capaz de superar los obstáculos. Al fin y al cabo, el
amor por el cuadro lleva a Theo a tomar este rumbo. La novela es mucho más que
una historia de iniciación, como también es mucho más que un thriller, una crítica social o un relato
inspirado en una pintura. En ella tienen cabida la amistad, el amor, la
marginación, las experiencias fuertes y, por supuesto, el arte, como producto
de la vida que permanece después de la muerte. Está contada con elegancia,
hábil tanto para expresar con seriedad los pensamientos del narrador como para dominar
el coloquialismo de los diálogos, y con giros argumentales justificados.
 |
Donna Tartt |
La
crítica le hace justicia: El jilguero
es un despliegue literario espectacular.
En sus páginas confluyen las segundas lecturas de las obras maestras y el
entretenimiento que apasiona al
lector; Tartt demuestra que narrar una historia trepidante no está reñido con construir
personajes complejos y realizar un estudio minucioso de los rincones grises de
nuestra sociedad. Leedlo, porque la evolución psicológica de Theo os impactará,
las ocurrencias de Boris os harán reír y pensar, las apariciones de Pippa os
harán dudar, Hobie os devolverá la fe en la bondad…, pero, sobre todo, leedlo porque os llenará y, a la vez, os
recordará lo incompletos que somos.