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05 diciembre 2016

Piel de lobo - Lara Moreno



Edición: Lumen, 2016
Páginas: 264
ISBN: 9788426403315
Precio: 19,90 € (e-book: 8,99 €)

«Dejé la puerta abierta, solo tenías que entrar». Esta, la última frase de Piel de lobo (2016), segunda novela de Lara Moreno (Sevilla, 1978), podría ser también su síntesis. En esta obra hay muchas puertas que da miedo cruzar: puertas materiales, de hogares que han dejado de serlo, de lugares desconocidos de los que no se sale indemne; y, sobre todo, puertas simbólicas, preguntas sin formular, gritos silenciados, afecto contenido. La (acertadísima) fotografía de la cubierta muestra a dos niñas enlazadas por el cabello. Están unidas de forma íntima, pero al mismo tiempo la imagen resulta repulsiva, antinatural. Si una se aparta, la otra sentirá dolor. Solo pueden permanecer juntas, por mucho que las incomode, o destrenzar el pelo, separarse. Se tapan los ojos, no quieren mirar. O quizá tan solo están jugando. Las protagonistas del libro también compartieron juegos, aunque ya han dejado atrás la infancia: Sofía y Rita, dos hermanas treintañeras, se reencuentran tras la muerte del padre. La casa vacía, la casa donde antaño fueron niñas, recibe a dos mujeres adultas, heridas, que se enfrentan a lo que han callado. Los secretos. Y lo que las une.
Como su primera novela, Por si se va la luz (2013), que fue situada por la crítica en la corriente neorruralista de la literatura española reciente, Piel de lobo comienza con una huida, un traslado de la ciudad al pueblo. Y, también como en Por si se va la luz, la protagonista se lleva libros en la maleta, lecturas que dialogan con los interrogantes que se hace en estos momentos. En esta ocasión, no obstante, no parte de un planteamiento distópico, sino que se inscribe en el realismo para narrar la búsqueda existencial de Sofía, que decide regresar a su localidad después de dos acontecimientos determinantes: la pérdida del padre, que deja la casa vacía, y la ruptura con su pareja, que la impulsa a empezar de cero. Lo primero representa el final de la infancia; lo segundo, el final de la vida conyugal. Sofía entra en una nueva etapa, que no ha buscado sino que le ha llegado de repente. Desamparo, malestar, inseguridad. Carece de empleo estable; se dedica a coser prendas de alta costura, que luego intenta colocar en tiendas. Además, es madre de un niño de cinco años, al que se lleva al pueblo. A pesar de que su ex le asegura una separación amistosa, en la que no le faltará de nada, Sofía se enfrenta al reto de encontrar su lugar, de ser ella quien tome las riendas.
De forma paralela al desarrollo de la relación entre las hermanas, el libro aborda la cuestión del anclaje, del espacio (físico y simbólico) en el que echar raíces. Algunas escenas dejan entrever la dependencia de Sofía de los demás a través de su forma de dormir: de niña, se metía en la cama de sus padres, al lado de la madre; ahora, tras el distanciamiento de su compañero, se duerme con su hijo. Cuando, ya con su vida del revés, toma pastillas para conciliar el sueño, adopta una postura extraña, reflejo del descontrol, de su falta de quietud en esos momentos. El antiguo hogar de la infancia se presenta para Sofía como la posibilidad de un nuevo comienzo. El lugar donde cultivar un jardín, como decía Voltaire. No es, sin embargo, un proyecto fácil: la casa del padre, sin él, emerge como un espacio sórdido, poco apacible; las hormigas que invaden el hogar encarnan ese abandono. Esta tosquedad, unida al ambiente del pueblo (el alboroto de las fiestas, los bares, los trabajadores), choca con lo que ha sido la vida de Sofía en los últimos años, más urbanita, refinada. Sofía, de hecho, está obsesionada con la comida ecológica (una preocupación «moderna», podría decirse), y su llegada al pueblo conlleva asimismo una relajación de las costumbres, en todos los sentidos, que genera más de un quebradero de cabeza. Este periodo caótico, confuso, que va de la ruptura al asentamiento, es lo que narra Piel de lobo.  
Y, por supuesto, en la casa del sur está su hermana, Rita. La pequeña, aunque Sofía tiene la sensación de que Rita siempre ha sido más avispada que ella, más pícara, que ha sabido controlar mejor las situaciones. Sofía, en cambio, teme las consecuencias de romper las normas, aunque en los últimos años también ha cruzado algunas barreras. Y Rita, pese a no parecerlo, tiene su lado frágil. En el fondo, no están tan lejos la una de la otra; solo necesitan abrir esas puertas y atreverse a entrar. La novela alterna la narración del presente con algunos recuerdos de Sofía, que reconstruyen la infancia de las hermanas y hacen una panorámica de las tensiones que las han acompañado a lo largo de los años. Pocos recuerdos, pero suficientes para entrever su carácter y sus heridas. Ahora, cuando son adultas, ya no tienen a los padres para mediar entre ellas, están frente a frente, con todo en sus manos. Su relación se mueve entre la total complicidad (la hermana como la única persona a quien puede hablar de ciertos temas) y la desconfianza, porque cada una atraviesa su crisis particular, no lo comparte todo. Como las niñas enlazadas por la trenza, están unidas, sí, pero con el matiz repulsivo del vínculo demasiado estrecho.
Lara Moreno
En la consecución de esta atmósfera entre turbulenta y tediosa tiene mucho que ver el estilo de Lara Moreno: una escritura árida, cruda, poética, de oraciones largas y ramificadas, rica en metáforas y enumeraciones. Más que «atrapar» por su historia, envuelve por su cadencia, sus aceleraciones, su intensidad variable. La prosa se funde a la perfección con el contenido. Abundan las referencias al cuerpo y sus fluidos, sin tabús; una voz impúdica como la de Por si se va la luz, en la que la tensión va de menos a más y culmina en unas últimas páginas estremecedoras. Destaca su habilidad para introducir las voces de los personajes en el cuerpo del párrafo sin utilizar nunca diálogos, bien a través del monólogo interior, bien con la transcripción de las palabras esenciales de una conversación. La narración fluye con naturalidad y sin excesos a pesar de los riesgos que supone el lirismo en una novela. También trabaja de maravilla las elisiones, de hechos y de partes de una charla. Es una narradora sutil, sensitiva, pulcra. El resultado es una obra hipnótica… tanto o más que Por si se va la luz. Difícil no caer en sus redes.

10 diciembre 2014

Si supieras que nunca he estado en Londres, volverías de Tokio - María Sirvent



Edición: El Aleph, 2010
Páginas: 184
ISBN: 9788476699379
Precio: 17,95 €

«Uno de los debuts más prometedores de los últimos años» bien podría considerarse una de esas frases trilladas que encontramos cada dos por tres en las solapas de la primera novela de un autor joven. Está tan, tan trillada, que a veces huele a falsa generosidad, como si lo único bueno que se le pudiera decir a un escritor novel fuera: «Chico, este libro no funciona, pero no te desanimes, que tú prometes mucho, ¿eh?». Y así seguimos, con decenas de promesas nuevas al año, promesas que lo siguen siendo después de tres o cuatro novelas publicadas, promesas que no cuajan y promesas que, un buen día, pasan a la categoría de «consolidadas». Ante tanto novelista prometedor, al menos según las campañas de marketing, una ya no sabe dónde están los verdaderos indicios de talento fresco y rejuvenecedor de «nuestra» literatura. Por suerte, he dado con unos cuantos: Pilar Adón, Jenn Díaz, Ariadna G. García, Lara Moreno… y María Sirvent.
Si supieras que nunca he estado en Londres, volverías de Tokio (2010) se promocionó a bombo y platillo en su momento porque a María Sirvent (Andújar, Jaén, 1980) la había descubierto nada menos que la Agencia Literaria Carmen Balcells, la más importante de las letras hispanas, y venía avalada por comentarios de Alfredo Bryce Echenique y Ray Loriga. Pero, como decía, estamos tan acostumbrados a leer halagos desmesurados que estos ya no provocan la reacción esperada en el lector, y muchos títulos publicitados con ahínco no tardan en caer en el olvido. Tampoco ayuda la elección de una cubierta y un resumen de la contra que, a mi parecer, no identifican bien al público potencial del libro, que lo puede asociar a una simple novelita de chick-lit (no, ya os aseguro yo que no).
Toda su fuerza reside en la esplendorosa (y no es un cumplido gratuito) voz narrativa de Sirvent, personificada en la protagonista, Ágata Ponce, una treintañera que rompió con su novio hace unos meses y aún no ha asumido la ruptura («Cuando se acabó, cuando repartimos lo de cada uno, me tocó quedarme conmigo y eso es algo que aún no he querido perdonarte, Jochi», pág. 9). Le escribe correos a su ex, que ahora vive en Tokio, desde la oficina, unos correos que nunca le manda y que se asemejan más a un monólogo interior de la propia Ágata que a una epístola convencional. Lo que sí le envía son mensajes un tanto impersonales, esos que se escriben cuando se quiere dar una imagen de bienestar porque resulta más fácil mentir, o disfrazarse, que dar explicaciones, como en el que le cuenta que lo ha pasado fenomenal en Londres, aunque, de hecho, nunca ha estado allí y su existencia es más monótona de lo que reconoce. De ahí el título: Si supieras que nunca he estado en Londres, volverías de Tokio.
En realidad, lo que le ocurre a Ágata es que necesita un cambio. Ella cree que llegará cuando la echen del trabajo, por eso no entrega los informes a tiempo y se burla (para sí misma) de su jefa. Sin embargo, no la echa, de momento, y Ágata espera algo que no sabe o no quiere concretar («Es raro cuando esperas. No hay nada más peligroso que una persona que espera. Te puedes volver adicta a ese estado de incertidumbre y cogerle miedo a lo concreto», pág. 13). El resto del tiempo lo dedica a tontear con un compañero de la oficina, un hombre casado que no le interesa en absoluto; y a convivir con una mujer, Tomasa, que podría ser su madre. Ah, y también piensa en su madre, en la ausencia que dejó al morir, un tema que se desvela poco a poco, como esa debilidad que no se desea mostrar a los demás.
De todo esto (ella misma, Jochi, el trabajo, Tomasa, su infancia) habla Ágata en un discurso que combina la inmediatez de los juicios cotidianos sobre su entorno más próximo con recuerdos nostálgicos que, eso sí, se presentan con mucho humor y sin sentimentalismo. En eso está la gracia: el estilo de Sirvent es chispeante, ingenioso, descarado, lleno de juegos de palabras que son pura genialidad. No importa lo que cuenta, no importa que esta no sea una historia de aventuras y pirotecnia, porque cuando se escribe así cualquier tema despierta interés. Incluso la superación de una ruptura por parte de una chica gris que lleva una existencia gris entre las paredes de una oficina gris («No sé si esto es una oficina o un escaparate de vidas en rebajas», pág. 42). La autora logra que todo lo «gris» de Ágata Ponce se convierta en único y deslumbrante.
El enfoque tiene una notable mirada femenina (y, por favor, que nadie interprete esto como un «Prohibido hombres»; ninguna lectora de bien se asustaría ante una mirada masculina), como en el imaginario sobre la relación entre la ropa, los colores y los estados de ánimo («Llegué a la oficina con la sonrisa de una persona que sabe que lleva una camiseta de tirantes amarilla» pág. 15). Destaca, asimismo, por la frescura de la juventud, acrecentada por ese «tú» cercano y coloquial, ya que Sirvent encarna a esa generación preparada que, durante su niñez, valoraba el exclusivo «rotulador de color carne». En esto último se distingue de algunas autoras mencionadas al principio, como Jenn Díaz, que en sus primeras novelas se mantiene más fiel a la tradición de la literatura de posguerra.
Las objeciones que se le pueden hacer a Sirvent son las habituales en un debut; nada importante. Por un lado, le falta elaborar más las tramas secundarias (aunque la sutileza con la que introduce las historias de su compañera de piso y sus colegas es fantástica); y por el otro, el desenlace del asunto laboral, que, pese a no ser más que el colofón de un recorrido mucho más fructífero, peca de cierta previsibilidad poco recomendable para una novela que sobresale precisamente por su capacidad para crear un discurso personal e inteligente que no cae en los lugares comunes. En cualquier caso, no son más que pequeñas pegas que no ensombrecen los (muchos) méritos de la obra.
María Sirvent
Si supieras que nunca he estado en Londres, volverías de Tokio me ha mantenido atenta a sus páginas, a las continuas ocurrencias de la protagonista, y me ha ilusionado (sí: i-lu-sio-na-do) porque no es habitual encontrar a una autora con el gracejo, la desenvoltura y la creatividad de Sirvent. Algunos verán en estas páginas una novela «amena, que engancha y divierte», que «habla de la ruptura» y «caricaturiza el mundo laboral». No obstante, yo veo capacidad para hilvanar un monólogo, veo recursos que parecen sencillos por lo distendido del tono pero que no son fáciles de emplear con esta naturalidad, veo un relato que aparenta ser un repaso a una relación fallida y sin embargo deviene en un reencuentro de la protagonista consigo misma. Veo talento, talento a raudales.
Y sí, lo de «Uno de los debuts más prometedores de los últimos años» era verdad.

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