Edición:
Literatura Random House, 2016 (trad. Cruz Rodríguez Juiz)
Páginas:
984
ISBN:
9788439731160
Precio:
24,90 € (e-book: 12,99 €)
Era 1966: el año del Black Power, el telemaratón de
Jerry Lewis y «Eight Miles High». Tras la brillante bandera azul del cielo, un
hombre vagaba fuera de una cápsula espacial, amarrado solo por un ombligo de
goma. Entretanto, abajo, la cuidada fachada del mundo que había dejado atrás se
desmoronaba. Volutas de hierba surcaban el aire de mediodía; espirales de
grafitis florecían en los buzones y en las cornisas de los edificios
municipales; cerca de donde había aparcado William, dos chavales blancos, un
niño y una niña, sentados en una caja aplastada en la acera, mendigaban a los
corredores de Bolsa sin darle más trascendencia que si pidieran la hora. Y a
William le parecía que todo ello denotaba progreso en lugar de decadencia: presagiaba
el advenimiento de un modo de vida más extasiado, más perspicaz. Porque ¿cómo
podría presentarse su padre, la mismísima encarnación del orden burgués, en las
mismas calles que ahora pisaba el hijo? No, pensó William, pescando el poco
cambio que le quedaba en el bolsillo para dárselo a la niña con cara de coyote:
ahora Nueva York pertenecía al futuro. Y esta vez le protegería, seguro. Nunca
más se decepcionarían.
No
todos los días se termina una novela de casi mil páginas. Tampoco se empieza
todos los días; la decisión de leer una obra de este calibre suele conllevar una
reflexión previa. En la siempre escasa vida útil de un lector, pocas pasan la
criba, de ahí que afrontar la lectura de un «ladrillo» tenga un aura de gran
acontecimiento. Luego está la búsqueda del momento, de la predisposición
adecuada para pasar muchas horas en su compañía. El miedo al aburrimiento, a no
ser capaz de llegar al desenlace, puede ser un freno que postergue ad infinitum la aventura. Con todo, a
veces, solo a veces, uno sale victorioso: no por el hecho de alcanzar la meta,
sino por la sensación de que, mientras ha durado la experiencia, se ha formado
parte de un rico universo narrativo; la sensación de que no se ha sido solo un lector, sino un participante que, al terminar, se lleva un pedazo de la
vida comprendida entre las palabras. Y, por extensión, se lleva también ese
vacío que queda después de acometer una proeza.
Todo
esto he encontrado en Ciudad en llamas
(2015), la primera novela de Garth Risk Hallberg (1978), escritor nacido en
Luisiana, criado en Carolina del Norte y afincado en Nueva York. Esta última ciudad
es la protagonista de su obra; en concreto, durante las décadas de los años sesenta y setenta, época de grandes movimientos
juveniles, hasta la noche del 13 de julio de 1977, cuando se produjo el famoso apagón que dejó Nueva York a oscuras. Antes de la oscuridad, no obstante, hay
novecientas páginas llenas de pirotecnia. No de claridad, porque su
pistoletazo de salida es un suceso: un tiroteo en Nochevieja. Garth Risk
Hallberg, como Donna Tartt en El jilguero
(2013), conoce las utilidades de comenzar con un misterio que sirva de
hilo para desarrollar una historia en la que hay mucho más que suspense, no en
vano recibió un adelanto de dos millones de dólares. Este fenómeno es el fruto
de un trabajo titánico —cinco años de planificación más otros cinco de
redacción— para construir una obra coral de las que aspiran a convertirse en la
gran novela americana, un concepto, el de la gran novela americana, que ya es
más un género en sí mismo (y una socorrida estrategia comercial) que una
posibilidad definitiva. Garth Risk Hallberg ha escrito su nombre en él.
Luces, cámara, acción
Es decir, ¿quién no sigue soñando con un mundo
distinto a este? ¿Quién de nosotros —si implica liberarse de la locura, del
misterio, de la belleza totalmente inútil del millón de posibles Nueva Yorks de
otra época— está dispuesto, incluso ahora, a renunciar a la esperanza?
El
símil con el cine no es casual: la construcción del misterio, el ritmo y la
descripción, muy visual, de Ciudad en
llamas tienen mucho de cinematográfico, incluidas algunas partes —la última, en particular— un tanto «peliculeras» por su juego de intriga y
persecuciones cual filme de acción. Pero empecemos por el principio: la
Nochevieja de 1976. Narra en ciento cincuenta páginas lo ocurrido en
veinticuatro horas, acontecimientos que afectan a los personajes y
que son a la vez inicio y culminación de la obra. Inicio, porque constituyen el
nudo que habrá que deshacer; culminación, porque son el resultado de
hechos anteriores que se recapitularán después. En este capítulo todas las
fichas entran en juego: William, proyecto de artista treintañero, drogadicto, el
hijo descarriado de una familia millonaria; Mercer, su pareja, un joven
profesor negro de origen sureño que aspira a escribir la gran novela americana;
Samantha y Charlie, adolescentes que han entrado en contacto, en diferentes
grados, con el movimiento punk, en el
que también estuvo involucrado William. Esa Nochevieja hay dos grandes eventos:
un concierto del grupo del que William formó parte y la fiesta pomposa de la
familia de William, a la que él no acudirá. Dos espacios, dos
estamentos, que adelantan la dualidad sobre la que se construye la novela. La
noche acabará con un tiroteo y un
personaje en coma.
A
medida que avanza, se van mostrando otros temas de fondo que
explican los antecedentes del episodio de Nochevieja. Para empezar, la crisis familiar: William y su
hermana Regan tienen problemas desde que su padre contrajo segundas nupcias y
el nuevo cuñado de este se entrometió más de lo deseado en sus negocios. William huyó, Regan se quedó. William lleva una existencia caótica, impropia de
alguien de su condición social, pero a Regan no le va mucho mejor: a sus
problemas laborales —han acusado a su padre de blanqueo— hay que añadir el
inminente divorcio, con hijos de por medio. En el otro lado, los músicos punk, antiguos colegas de William y nuevos
compañeros de los adolescentes, tienen también sus rencillas mientras luchan por
su singular concepto de revolución. Garth Risk Hallberg utiliza una cuidada
estructura que combina narración del presente —de la Nochevieja de 1976 hasta
el apagón del verano siguiente— con retrospecciones que abarcan toda la década
de los sesenta, durante la juventud de William y Regan. El autor abre la novela
con una anticipación, y luego hace un uso excepcional de la dilación para
retroceder al pasado mientras mantiene la tensión. Adelante, atrás, adelante, atrás; todo se desvela a su debido tiempo.
Nueva York, ciudad
plural
Después de dos años en Nueva York, Jenny todavía
estaba aprendiendo a reducir sus expectativas al tamaño de su vida real. Era
como tratar de devolver la pasta de dientes al tubo.
Palabra
clave: diversidad. Aunque Garth Risk Hallberg tenga, al menos a primera vista,
un perfil hegemónico (a saber: hombre blanco con estudios universitarios,
del que nos informan en la biografía «que vive con su mujer y sus hijos»), ha
escrito Ciudad en llamas con una gran
conciencia de la diversidad como
elemento distintivo de Nueva York, de la Nueva York de entonces, pero
también del modo plural con el que miramos Nueva York (y el mundo en general) en
el siglo XXI. Hombres y mujeres, blancos y negros (y asiáticos e hispanos), heterosexuales
y homosexuales, ricos y pobres, jóvenes y adultos, nativos e inmigrantes, incorruptibles
y descarriados, creyentes de religiones diversas (o creyentes de una negación).
Todos caben en esta novela, todos tienen su sitio. La ciudad de Nueva
York como elemento literario se caracteriza
aquí por la multiplicidad de posibilidades, de caminos. De los barrios empobrecidos
a la zona alta; los movimientos de los personajes pasan por toda la ciudad y se
entrecruzan entre ellos. Sus experiencias son, por supuesto, plurales, y hacen
de Ciudad en llamas una novela rica
en microhistoria, en las historias íntimas de cada personaje, que permiten
abarcar una enorme cantidad de temas (quizá incluso demasiados, pero ya se sabe
que los excesos son la tara común de este tipo de obras).
Por
lo tanto, además de los tintes de novela negra para identificar al autor del
tiroteo y resolver la intriga familiar, están las vivencias de William, homosexual,
rebelde, un intento de artista que no logra sobresalir en nada. Su historia
es la de alguien que ha perdido el rumbo de su vida y trata de encontrarla de
nuevo, aunque por el camino se topa con las drogas. O las vivencias de Mercer,
su compañero, un chico con sus propios tormentos: el complejo de negro emigrado
del sur, de aspirante a escritor que por ahora solo da clases a unas niñas —sus
bloqueos creativos, a propósito, proporcionan jugosas reflexiones sobre los
sueños del proyecto de escritor y los aires asociados a este ideal—, de
pueblerino que busca su sitio en la gran ciudad. Mercer es lo que se llamaría
un buen chico, un chico «limpio» que no sabe cómo afrontar los problemas de su
pareja. Muchas historias se pueden considerar una búsqueda de identidad, sobre todo entre
los más jóvenes, Samantha y Charlie. La primera tiene un rol muy interesante,
puesto que es la única del grupo que cuestiona las acciones de rebelión. Es una
chica curiosa, con inquietudes, que hace su propio fanzine. Samantha, además,
desciende de italianos y es la hija de un pirotécnico (cuando he dicho que en
la novela hay pirotecnia lo decía literalmente). Charlie, en cambio, es más
ingenuo de entrada; él vive su coming-of-age
con las hormonas revolucionadas y una antipatía creciente al nuevo novio de su
madre.
También
hay conflictos propios de los adultos, como el divorcio de Regan y Keith: la naturaleza poliédrica de la obra,
que sigue alternativamente a cada personaje, permite conocer el divorcio desde
ambas caras, así como su relación desde los inicios. O, mejor dicho, permite
conocerla desde las tres caras, porque los niños —sobre todo el mayor, que está
en la edad de tomar conciencia de lo que ocurre a su alrededor— tienen asimismo
su lugar. Keith fue un joven ambicioso que hizo su mejor negocio al casarse con
Regan, y ahora teme la más que posible pérdida de rango. Ella, por su parte,
aporta a Ciudad en llamas una perspectiva
feminista sutil: en su calidad de única hija en la empresa familiar, tras
la huida de William, se ve como una mujer independiente que, en plenos años setenta,
se abre camino en los negocios, un mundo eminentemente masculino en
el que debe reafirmarse para ser tomada en serio. Entre las tramas secundarias,
destacan la de una mujer de origen vietnamita que tampoco halla su sitio y la
de un periodista que mete la nariz en la investigación del tiroteo.
Entre el capitalismo y
la contracultura
Sol y los demás, los post-humanistas, su idea de
cambiar el mundo se limita a decir a todo que no. Yo no creo que puedas cambiar
nada si no estás dispuesto a decir sí.
—Tú y yo podemos permitirnos el lujo de pensar así,
William, solo porque nuestra vida entera se alimenta del capitalismo. Somos
como las setas que crecen en un tronco.
La
representación de una época en una obra literaria siempre parte de la lente
subjetiva del autor. Él decide qué enfatizar, qué obviar, cómo relacionarlo
todo entre sí. En este caso, y siguiendo la mencionada idea de pluralidad, Garth
Risk Hallberg ha apostado por una concepción dual de aquellas décadas: por un lado,
la crisis del petróleo de 1973, que deja Nueva York con graves problemas
financieros, encarnados en el negocio familiar que
sufre las consecuencias de esta debacle; y, por el otro, el auge de la
contracultura entre los jóvenes, de la que se entrevén dos fases: una primera,
en los años sesenta, con un William hippie
alejado de la ciudad durante una temporada y un grupo de música lleno de
utopías, y una segunda fase, ya en los setenta, que coincide con la adhesión de
Samantha y Charlie al grupo y el advenimiento del punk, una fase en la que perduran algunas ilusiones pero la
revolución, no obstante, ha tomado un rumbo más cuestionable y se empieza a
advertir su fracaso. En un lado, las
multinacionales, centros de poder de la ciudad, sus argucias, sus tramas de
corrupción, los matrimonios de siempre; en el otro, el punk —abundan las
referencias a músicos como Patti Smith—, arte,
drogas, activismo contra la
sociedad capitalista y sexualidades libres.
A pesar de hablar de dualidad, el mérito de Garth Risk Hallber reside
en su capacidad para trazar las convergencias y
divergencias de los dos espacios sociales, cómo se retroalimentan, cómo la
insatisfacción lleva de un lado a otro. William es el nexo más evidente: un chico
rico que abandona la comodidad de su familia, en parte por el desgaste de las
relaciones, en parte por sus propios sueños, para expresar su rebelión a través
de las canciones y el arte, y para llevar una vida sin convenciones en la que
pueda realizarse por completo. Sin embargo, no es el único que se mueve entre los
dos espacios simbólicos: Regan, de clase alta, representa a su manera una
transformación social por su rol de mujer pionera en los negocios. Por otra
parte, el autor no ensalza el pasado: hay una crítica latente
en ambos terrenos, la de la crisis socioeconómica, más que obvia, y la de los
movimientos contraculturales, que se entrevé por la crisis interna del grupo punk, donde sobresale Samantha, la chica que duda, que cuestiona lo que ve desde dentro. Garth Risk Hallberg hace una épica del auge y la caída de los sueños
de una generación, y del rastro que dejaron (porque todo,
todo, no murió).
En busca de la gran novela
americana
La razón por la que en América podemos decir lo que
nos plazca es que sabemos que no cambia nada.
Ciudad en llamas
es, no hace falta recalcarlo, una novela ambiciosa. Es probable que las inquietudes
de Mercer sobre su carrera de escritor expresen, no sin autocrítica e
ironía, las que el propio Garth Risk Hallberg experimentó para dar forma a su
proyecto monumental, una novela de
intensidad literaria que combina la tradición del siglo XIX con recursos
más recientes que hacen de ella una obra plenamente contemporánea. De los
decimonónicos hereda la trama poderosa, con misterio, enredos intrincados y ese
trasfondo de conciencia social que busca una trascendencia más allá de los
sucesos. De los posmodernos adopta la técnica del collage, que enriquece la forma (el libro no solo es «diverso» en
los contenidos: también lo es en su organización formal). En concreto, abundan
las referencias a la cultura popular de la época, sobre todo musical —la obra
resulta muy recomendable para los amantes de todo lo que surgió por aquel
entonces—, y hay unos interludios originales, en los que alguien habla en primera
persona para contar su experiencia con respecto a los hechos narrados. Son originales porque los personajes emplean soportes de escritura
distintos, que la maquetación imita: una carta escrita a mano, un reportaje a
máquina, un fanzine con texto y fotografías pegadas, un correo electrónico del
siglo XXI. El uso de cada técnica está justificado, y no deja de ser una
representación más de la evolución que se ha producido en tres generaciones. El
resto de la novela, la gran mayoría, está en tercera persona, si bien se
utiliza a menudo el estilo indirecto libre para ahondar en cada personaje.
Garth
Risk Hallberg tiene un estilo de alta sofisticación literaria, preciso, de vocabulario rico
y con párrafos llenos de detalles. Es versátil, se adapta a la jerga de
cada ambiente (que no son pocos) y domina tanto la narración como el diálogo. Serio a ratos, agudo en muchos momentos,
conmovedor solo cuando corresponde. Exigente, sí, pero a la vez fácil de
disfrutar; la novela se vuelve adictiva progresivamente.
No es perfecta, porque tiene los problemas habituales de este tipo de libros:
los excesos (de páginas, sobre todo en las primeras retrospecciones, y de
personajes) y la escasa empatía hacia los personajes de comportamiento «diabólico»,
ejem, es decir, caracteriza en profundidad a los protagonistas, pero en pocas
ocasiones se pone en el lugar de los menos simpáticos, que no se mueven de la
categoría de secundarios y apenas se ahonda en sus conflictos (al menos, en
comparación con los principales). La han comparado mucho con El jilguero, una relación que tiene sentido: ambas comienzan con un
suceso que deriva en intriga (el atentado y el robo de un cuadro, en el primer
caso, el tiroteo y el personaje en coma, en el segundo). Además, ambas narran
un «descenso a los infiernos» de las drogas, de la vida en los márgenes. Aun
así, tienen diferencias: mientras que Ciudad
en llamas es un fresco de una época y una ciudad escrito con la vocación de
abarcar toda su pluralidad, El jilguero
es una obra de y sobre el siglo XXI, contada desde un único punto de vista, y
por lo tanto sin la pretensión de hacer una foto de grupo. Y, aunque en buena
parte transcurra en Nueva York, El jilguero tiene tintes más universales (o más occidentales), no está tan
ligada a un solo lugar, a una sola cultura.
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Garth Risk Hallberg |
La
pregunta del millón: ¿de verdad merece la pena Ciudad en llamas, el fenómeno tiene su razón de ser o se ha orquestado
el hype desde un departamento de marketing? Mi respuesta: sí y pero. Sí
es buena, muy buena. Sí, enriquece la literatura actual, por su
extraordinaria evocación de Nueva York a través de una novela coral que pone de
relieve la diversidad y los puntos de contacto entre sus distintos estamentos. Sí, es una novela que se disfruta, que primero se cuece a fuego lento
y a partir de la mitad se lee con la avidez con la que leíamos a Charles Dickens,
una novela que provoca el subidón de adrenalina de una montaña rusa. Tiene, además, el plus
de comprender una vasta cultura popular, sobre todo musical. Sí, sí, sí; esta
novela tiene muchos síes. Pero: pero una obra maestra, no. Es importante e
incluso imprescindible que un escritor tenga ambición. Ahora bien, cuando el
lector no deja de repetirse esta palabra al pensar en su novela suele ser
porque la ambición se ha salido un poco de la raya. Los excesos, el querer abarcarlo todo. Por momentos se ha
sacrificado «alma», entendida como fuerza narrativa, en favor de complejidad. Pero
sí: en cualquier caso es buena, muy buena. Una gran novela sobre Nueva York y uno de los libros más potentes del
año.
Citas
en cursiva de las páginas 203, 17, 609, 259, 274 y 276.
Fotos:
Nueva York en los años setenta y ochenta (fuente).