Edición: Alfaguara, 2017 (trad. José Luis
López Muñoz)
Páginas: 824
ISBN: 9788420431680
Precio: 23,90 € (e-book: 12,99 €)
Es
probable que Un libro de mártires
americanos (2017) pase a la historia como una de las novelas más importantes de Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938), y, teniendo en cuenta la vasta bibliografía de
la autora, esto es mucho decir. Entre los numerosos calificativos que se le
pueden aplicar, destaca el de «pertinente»: no solo ha escrito una obra lograda
en términos literarios, sino que da en el clavo en su diagnóstico de la
sociedad estadounidense, o, en otras palabras, pone el dedo en la
llaga. Siguiendo esa tradición de la «gran novela americana» que sus compatriotas
conocen tan bien, Oates plantea conflictos de honda penetración social a partir
de la peripecia singular de dos familias contrapuestas que encarnan las
polaridades del país. Pese a tratarse de una novela enraizada en su cultura, en
parte sus preocupaciones pueden extrapolarse a otros lugares, sobre todo,
porque la verdad literaria no está tanto en los hechos como en su indagación en
los opuestos, en sus nexos y sus diferencias, y confrontaciones de este tipo
las hay, en mayor o menor medida, en cualquier sociedad.
Choque de trenes
El
2 de noviembre de 1999, Luther Dunphy, un evangélico radical, trabajador,
asesina con arma de fuego al médico abortista Augustus Voorhees a las
puertas de su clínica en Muskegee Falls, Ohio. Dunphy dispara asimismo al
acompañante del doctor; una víctima indirecta con la que no contaba (y que será
clave). El autor del crimen se pone a disposición de la justicia, a la espera
de que se dicte sentencia. Existen posibilidades de que se le condene a muerte,
pero no parece importarle; él siente que ha cumplido la «misión» que Dios le ha
asignado. Este suceso sirve de desencadenante de la acción, que, además de
ahondar en la víctima y su verdugo (con retrospecciones al pasado y episodios en
la cárcel), examina la evolución del entorno familiar de ambos después del
asesinato (los dos son varones de mediana edad, padres de familia numerosa, con hijos
pequeños y adolescentes) y, a la larga, termina por centrarse en las
respectivas hijas mayores, que toman el relevo. Transcurren más de diez años, así que
hace, también, un recorrido por el cambio de siglo y los Estados Unidos posteriores al 11-S.
Oates
siempre ha sido una narradora comprometida con los conflictos del momento, las
noticias que causan revuelo. Ha novelado casos de crímenes
reales (Hermana mía, mi amor) y, en
general, se la puede considerar una especialista en mostrar los tránsitos que
conducen a un estallido de violencia. En sus libros, la crueldad nunca es
gratuita, sino que se enmarca en el contexto, en los mecanismos de la mente y
de los agentes externos que conducen al individuo a la perturbación. Esta
novela lo demuestra una vez más: el asesinato del médico en manos de un
fanático religioso lleva implícito un debate en torno al aborto, la religión,
la pena de muerte y la licencia de armas de fuego, temas candentes en el país. Aunque
el lector cultivado tienda a simpatizar de entrada con el médico, vale la pena
hacer hincapié en que el culpable tiene asociaciones detrás que lo apoyan; no
está solo en su causa, no constituye un caso aislado. No obstante, la intención de Oates
no es tanto plantear ese debate (por interesante que sea) como profundizar en
las dos formas de estar en el mundo que conviven allí. Más allá de la discusión
ideológica, desgrana las costumbres de cada familia, con sus claroscuros.
Los dos Estados Unidos
Demócratas
y republicanos, de la ciudad y del campo, ricos y
humildes. Las opuestos están ahí, en las familias protagonistas: los
Voorhees, liberales, con estudios, de clase media-alta, cosmopolitas, sensibles a las desigualdades; los Dunphy, conservadores, religiosos, trabajadores, sin grandes aspiraciones. Dos familias que no coincidirían nunca, de no haberse
cruzado de manera trágica por el atentado. Sin embargo, despojados del
revestimiento, yendo a lo básico, tienen puntos en común: son parejas blancas heterosexuales de la misma quinta, con hijos. Oates acierta incluso en el
detalle de asignarles una hija «con diferencia» a cada una: los Voorhees
adoptaron a una niña asiática, emblema de su pensamiento humanitario, después
de tener a sus hijos mayores; mientras que los Dunphy son padres de una niña
con síndrome de Down, que les causa no pocos malestares. En muchos sentidos, los
Voorhees han podido elegir, han
gozado de los recursos y la posición para escoger su camino; los Dunphy, en
cambio, se han adaptado a las circunstancias como han podido, han sido más
proclives a la inestabilidad (material y psicológica). En suma: no se puede
hablar de buenos y malos, no se puede simplificar el caso. No en la mirada
incisiva de Oates.
Con
todo, los paralelismos entre ellos no se reducen a la familia nuclear. Los
hombres se consideran «héroes» a su modo: por un lado, el doctor Voorhees
arriesga su vida a conciencia (puesto que había recibido amenazas previamente), convencido
de la honradez de su propósito, pensando solo en sí mismo (y sus pacientes), en su carrera, no en el riesgo de
que sus hijos crezcan sin él; por el otro, Dunphy, el carpintero tranquilo, un
tipo anodino que no sobresale en nada, acomplejado, que, tras sufrir un
accidente traumático, se refugia de forma obsesiva en la religión, hasta erigirse
en un «soldado de Dios» (sic). Él también actúa sin preocuparse por el futuro de
los suyos sin él. Esa es la triste ironía de la novela: los dos hombres se
sienten autorizados por una suerte de fuerzas superiores (la ética profesional
para uno, la moral para el otro) a actuar como actúan. Luchan por un ideal, que
para cada facción resulta igual de válido.
Como
consecuencia, las mujeres comparten un rol un tanto «pasivo» con respecto a
ellos. Incluso la esposa de Voorhees, profesional cualificada e independiente, presta
más atención al hogar, reprocha a su marido que se aleje de ellos (traslados de
clínica) y arriesgue la vida por su carrera. La señora Dunphy, por su parte, trabaja
como auxiliar de enfermería y vive sometida a la voluntad del esposo desde que se casaron. La
evolución de ambas después del crimen es otro punto fuerte: más allá de las
crisis por la pérdida, las dos atraviesan dificultades con sus hijos
adolescentes, frentes que gestionan de maneras distintas. Los Dunphy, además,
están pendientes del futuro de Luther, encarcelado. Los Voorhees también lo
están, por razones evidentes, y se enfrentan a una paradoja perversa: siempre
se han manifestado en contra de la pena de muerte, al igual que el propio
médico, pero ¿qué ocurre cuando la víctima es de su familia, su padre, su marido? Oates pone a
prueba a los personajes y al lector.
«La responsabilidad de la
ascendencia»
Años
después del asesinato de su padre, Naomi Voorhees, una joven estudiante, decide
investigar el caso: «Porque estoy tratando de entender… la responsabilidad de
una determinada “ascendencia”» (p. 173), reflexiona. Tanto ella como sus hermanos
han padecido mucho, no solo por la ausencia del padre, sino por la crisis que
provocó en su madre; aquella familia antaño tan unida se quebró. Todos andan
desperdigados por el país, y Naomi encontrará su sitio junto a la abuela
paterna, una anciana moderna que compartirá con ella algunos secretos del clan.
Con los Dunphy ocurre otro tanto de lo mismo, solo que a su manera: la madre,
rota, se instala con los niños en casa de su hermana, donde nadie los conoce,
mientras siguen atentos al proceso judicial. Pasa el tiempo, los chicos
crecen y se marchan. La hija mayor, Dawn, tiene muchos problemas en el instituto
y no termina los estudios. Más adelante, se dedicará al boxeo, con el apodo de «Martillo
de Jesús». Ella también es creyente, por supuesto.
Naomi
Voorhees y Dawn Dunphy están unidas por un hilo invisible desde que sus progenitores
se cruzaron aquel fatídico 2 de noviembre de 1999: «A lo largo de la historia,
el asesino se ha pegado, como una garrapata ahíta de sangre, a la persona a la
que ha quitado la vida. De las muchas indignidades que acarrea la muerte, esa
era la más insultante» (p. 527). Las dos han perdido a sus padres, las dos ocultan
un dolor terrible. Naomi está harta de que los demás se compadezcan de ella; Dawn
teme que se descubra la identidad de su padre en su nuevo círculo. Naomi,
siguiendo la tradición familiar, va a la universidad y se ha convertido en una
chica sociable de aspecto pulcro, a pesar de su inseguridad latente. Dawn tiene
una imagen andrógina y descuidada que, junto con su torpeza y su timidez, provoca el acoso de sus compañeros y a la postre la marginación (hay episodios de una violencia atroz). Hacerse
boxeadora supone su metamorfosis, su forma de ganar seguridad en sí misma, de desfogar
toda la rabia contenida (a propósito, Oates, especialista en este deporte –ha
publicado el ensayo Del boxeo–, analiza
el boxeo femenino desde una perspectiva de género muy interesante). Estas
chicas, en definitiva, se acabarán encontrando en un final catártico.
El método Oates
Oates,
la escritora que publica más de un libro al año, con frecuencia de una extensión
considerable. En las entrevistas cuenta que lleva varios proyectos a la vez,
escribe todo el tiempo, en cualquier sitio, en papeles sueltos. Cuando se sienta
al ordenador para escribir una novela, ya tiene mucho material, no necesita
redactar un capítulo tras otro en el orden fijado. Y, en Un libro de mártires americanos, se nota. Se nota que no está
escrita del tirón, que tiene muchas capas aglutinadas,
que perfectamente puede haber escrito en periodos diferentes. Estas capas, además
de seguir el curso de los acontecimientos, de avanzar en la trama, tienen la finalidad de matizar, enriquecer, de
volver atrás o adelantarse, según convenga; a la autora no le faltan recursos. La
extensión de los capítulos varía, pero predominan los fragmentos breves. Está
narrada en una tercera persona que no obstante integra múltiples voces, las de
los (muchos) personajes que intervienen. Esta estructura produce, eso sí, cierta
descompensación (por ejemplo, personajes muy activos en una parte que luego se
quedan al margen). De alguna manera, esta es una gran novela, pero no una
novela redonda.
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Joyce Carol Oates |
Quizá
el rasgo más distintivo del estilo sea la condensación: si bien el volumen invita
a pensar lo contrario, en la práctica Oates economiza el lenguaje, concentra los detalles en
cada frase, no hace filigranas y va al grano. Precisión, sutileza.
Afina tanto las palabras que abundan las cursivas enfáticas y las comillas. Al
igual que en sus otros libros, se prodiga en las descripciones físicas, en concreto,
de esos aspectos que suscitan reacciones viscerales, del rechazo a la
atracción (sobre todo, cuando Dawn empieza a combatir: revisa con minuciosidad
su imagen y la de sus rivales). Tiende más a la narración de lo desagradable, lo crudo, hay
páginas «duras» (violencia, cárcel, abusos, enfermedad…). De Oates nadie dirá
que «escribe bonito»; su escritura punza y remueve, no elude lo «indecoroso»,
es áspera como la vida misma. No resulta «difícil» de leer, la narración fluye,
aunque su tratamiento explícito del dolor puede que no sea recomendable
para cualquier lector ni para cualquier momento. Por lo demás, en parte por esa
construcción en capas, la novela comprende diversos géneros: el drama familiar (disfuncional), la
intriga judicial, la investigación, el ritmo trepidante de los combates de boxeo. El desenlace (coherente, pese a que tal vez el conjunto sea más brillante que su culminación) se
pregunta si puede darse el entendimiento entre Voorhees y Dunphy, entre los dos
Estados Unidos. Un mensaje esperanzador, sí, pero, no lo olvidemos, manchado de
sangre.